Limón limonero, esas dos palabras tan conocidas por generaciones anteriores a la nuestra, parecen haber perdido su complemento y ya las damas, hace mucho tiempo, no van primero. Así lo puedo constatar cada mañana en el ómnibus en el que me traslado hasta mi centro de trabajo.
Pero la caballerosidad no es el único valor olvidado en la Cuba repleta de hombres indolentes. Una parte considerable de la sociedad, incluidas las mujeres y las personas de la tercera edad, dejó empolvada entre recuerdos de décadas pasadas la educación formal.
No debo meter a todos en un mismo saco, pero que lance la primera piedra quien esté libre de pecado. Sí, porque existe una tendencia a culpar a los jóvenes por su mala conducta o forma de hablar en público. Pero como se dice en el campo: todos los pájaros van a comer arroz y siempre paga la culpa el totí.
Y eso le viene como anillo al dedo a algunos ancianos, que son como la gatica de María Ramos. Muchas veces ellos mismos atropellan a los demás en la cola del pan o del periódico, y luego tratan de hacerse las víctimas cuando una persona más joven les reclama su turno para la compra.
La virtud también recibe una buena bofetada de manos de ese trabajador que no dice buenos días cuando entra a su centro laboral y siempre está de mal humor, al punto de espantar a más de 10 metros a la redonda a sus compañeros durante toda la jornada.
O tal vez la saya de la mala educación le queda bien ajustada a esa ama de casa que, hastiada por tanta rutina y cansada por los dolores de cabeza ocasionados por sus hijos, lanza maldiciones a los cuatro vientos con palabrotas de la peor calaña. Por casualidad alguien pasa por la acera del frente y se queda con la duda de si quien gritó fue una dama o una cavernícola.
El colmo en la pérdida de la educación formal lleva el sello de los propios educadores. He visto a maestras que interrumpen su turno de clase y se ponen a conversar con sus colegas en la puerta del aula sobre la relación amorosa con sus esposos, o sobre la ropa que está vendiendo una fulana, o acerca de las cualidades físicas del protagonista de la novela.
Los alumnos oyen todo aquello y las imitan en los diálogos triviales. Entonces, cuando el desorden es alarmante, ellas mandan a callar, como quien dice: “Haz lo que yo diga, y no lo que yo haga”. Esterbina, ese personaje que trata de enseñar buenos valores, queda muy mal parada frente a los niños en situaciones como esas.
La sociedad reproduce, de generación en generación, los patrones de conductas inadecuadas, en círculos viciosos. Y, como un castigo, esa mala herencia también está reservada para nuestra familia.
No podemos vivir en armonía en el mundo del “sálvese quien pueda”. Es una tarea titánica ser cordiales cuando la gente te derriba para lograr sus metas, mientras te deja claro que “eres demasiado lento para vivir en el oeste”. ¿Cómo hacer homenaje al altruismo en un lugar donde triunfan los que piensan que “quien da primero da doble”?
Todavía falta gente que salga por las calles pregonando el “limón, limonero”. Y no, precisamente, para hacer refresco, sino para devolvernos el orden y recordarnos quién va primero.
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