Aunque tuvieron su origen en la religión, las Parrandas de Remedios se han convertido en una festividad secular cargada de adrenalina y fastuosos juegos operísticos. Hay gigantescas carrozas tiradas por tractores, también faraónicas estructuras estáticas conocidas como “trabajos de plaza”. Son construidas con madera y cartón y los carpinteros del pueblo los llenan con bombillos de colores para realizar juegos de luces desencadenados por intermitentes descargas eléctricas. Es una verdadera batalla de fuegos artificiales donde no faltan banderas, guerreros, veteranos y heridos.
No fue así siempre. La fiesta popular más antigua del país surgió en los años 20 del siglo XIX. Divide el pueblo del centro de Cuba en dos barrios opuestos: San Salvador y El Carmen, cada uno con emblemas y amuletos. El primero simboliza su hidalguía con un gallo pelador, el segundo, su voracidad de victorias con un rapaz gavilán.
Fray Francisco Vigil de Quiñones inició la tradición cuando convocó a la muchachada para alborotar las vísperas del nacimiento de Jesús con fanfarrias y bullicio. Era preciso que los díscolos remedianos asistieran a la Misa del Gallo.
Con el tiempo, las barriadas de entonces se fundieron en dos irreconciliables enemigas, la juerga creció y hoy pocos la asumen por su prístina causa. Los pobladores se reúnen para cenar en familia y luego salen a la vorágine parrandera ataviados con algún distintivo que evidencie sus amores u odios hacia cada bando.
Generalmente, las parrandas se celebran los 24 de diciembre. Las autoridades de la isla las declararon patrimonio nacional y enviaron a la UNESCO un expediente para que la consideraran asunto de interés mundial para su preservación.
Es una ocasión atípica, pues en 2016 no se realizaron debido al deceso del líder revolucionario Fidel Castro, de modo que se trasladaron para enero. Cuando este diciembre se festeje habrá tenido lugar un hecho insólito: dos parrandas en un mismo año.
Numerosos jóvenes organizan las baterías de morteros que estallarán en la noche sobre el cielo de la antigua villa. Nadie quiere revelar algo de lo que preparan, ni siquiera por casualidad. La pirotecnia, cuya aparición aquí data de 1883, se ha convertido en la médula del festejo, incomodando a quienes prefieren ver con tranquilidad los juegos de luces de los trabajos de plaza y los costosos trajes de los figurantes en las carrozas. Para financiar tal retablo hay un complejo esquema que incluye asignaciones del gobierno local, donaciones de ciudadanos y la gestión de las directivas barriales.
Durante los meses previos, los barrios han reunido voladores y otros artefactos de fuegos artificiales por decenas de miles. Al caer la tarde, un tambor enorme comienza a repicar, y los instrumentos de viento trazan la melodía de sendas polkas de inspiración europea, la de San Salvador y la de El Carmen. Los lugareños menos temerarios corren a guarecerse del simulacro de infierno, y los osados y neófitos se quedarán en la plaza del pueblo desafiando el humo y la pólvora. La escena se repetirá algunas veces más durante la noche.
Cuando el combate aminora es el momento de merodear por la feria, entre fritangas, pan con lechón o ron y cerveza. Una muchedumbre llegada de varios mundos —que abarrota las abundantes casas de hospedaje— se entrega al frenesí de la música de moda. Los cuerpos se funden y contorsionan. El pueblo vibra como no lo hace el resto del año.
Al amanecer del 25 de diciembre la plaza de Remedios —única en Cuba donde se levantan dos templos católicos— está cubierta por montones de pólvora, cartón, hollín y lanzaderas de cohetes. Son despojos de los monstruos flamantes que vivieron allí durante 24 horas.
Los acólitos de cada barrio recorren las calles proclamándose triunfadores en el juego de luces y oropel. Por una noche todos fueron, a intervalos y según se mire, héroes y villanos, civilizados y bárbaros. Nada que pudiera ser quemado quedó intacto, y desde el día 26 la villa del centro de Cuba vuelve a sumergirse en un sueño del que solo despertará 12 meses después, durante sus nuevas navidades ardientes.
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