Ever derrama un pastón de mezcla al dorso de la loza y, mientras la coloca en la pared de la meseta, desarrolla constantes movimientos negativos con su cabeza. Llevamos horas debatiendo, sin consenso, sobre temas polémicos carentes de verdades absolutas. Él se ríe y continúa negando con la cabeza como quien piensa “¿qué diablos sabrá este chiquillo de todo lo que habla?”.
David le da más a la lengua. No para. En lo que busca el teflón, aprieta una rosca o revuelve los materiales en una carretilla, defiende los puntos de su compadre con ejemplos concretos y también me tacha de tonto. Por momento cruza los brazos, mira fijo con sus ojos asiáticos y cuestiona, bravucón, si “será posible”.
A ratos pasa suave la mano por la superficie recién enlosada, sonríe como un niño regordete y remata con que “verdad que esto está quedando lindo, compa”. Ever le responde con un raquítico “sí” y saca los dientes. Después recuerdan por dónde habían dejado la treta y vuelven a la carga alegando lógicas y descaros.
Cuando al fin pierdo las esperanzas, simplemente los dejo hablar para ver si se cansan y abandonan el tema o les hago preguntas que lleven la conversación por otro rumbo. El truco al parecer funciona y el ambiente afloja.
David debe andar por los cincuenta y tantos. Su abuelo era chino y al llegar a Cuba logró hacerse de una fonda para vender comida, en la costa norte de la provincia de Oriente. Él es de allá, de Holguín, y tiene, en efecto, al abuelo impregnado en el rostro. La mirada rasgada, los cachetes abultados, las orejas pequeñas… combinan de forma armónica con otros azares de la genética que han insistido en colarse luego de dos generaciones.
Diserta sobre las suertes de su hermana… querida y distante, deja ver la apaciguada tristeza ante la pérdida de uno mayor y reseña cómo luego de aquello, su otro hermano se volvió a enamorar y regresó “a la tierra”, donde logró una casa en lo alto de una loma que lleva el mar a los pies.
Pone cara de extasiado y se transporta a una silla en aquella colina de Gibara, donde la brisa del Atlántico y una cerveza casi congelada podrían conquistarlo para siempre. Regresa al polvo de la cocina en construcción y me dice: “compa, aquello es la vida”.
Ever, por su parte, comenta que en algún momento de la polémica hubiese querido lanzarme por la ventana. Ríe a medias. Me preocupo. Con sus 45 años, luce una esbeltez mezclada con flaquencia que le da un aire más juvenil, a tal punto que, a veces, pareciera encarnar un muchacho de veinte.
La frescura de sus anécdotas también ayuda a ese presunto rejuvenecimiento. Caemos en el tema del barrio, en los socios, las leyes no escritas... Cuenta, sin controlar la emoción, que cuando vivía en uno de los edificios mochos de la ciudad de Matanzas, resultaba el mejor pescador submarino de la zona.
Le digo un nombre y se va en carcajadas. “¿Fulano? Ese en su vida no sacó del agua un pesca´o mediano. Lo único que hacía era acabar con los pobres pececitos del arrecife. ¡Qué malo era, tú! ¡Y cómo infla!”
Asegura que a él no le pueden hablar de pesca porque se vuelve loco. Que buceaba desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde y sacaba grandes pejes, a pesar de que habitualmente se le escapasen buenos ejemplares por entretenerse con las bellezas del fondo. Alardea de conocer todos los recovecos de aquellas costas y confiesa con aire subjuntivo que hubiera sido un tipo feliz de conseguir un trabajo como buzo profesional y que quizás habría preferido fotografiar peces antes que matarlos.
Cuando se desvanecen las nubes de melancolía, David intenta regresar al furor del debate. Lanza pullas, se burla de los argumentos emitidos hace más de una hora, me descontextualiza y busca respuestas… Yo sigo a la caza de soluciones salomónicas.
Entonces reparo en una minúscula historia de Eduardo Galeano, registrada en su libro Espejos. Una historia casi universal. “Mira, David, te voy a hacer un cuento”. Observa ansioso y suelta: “¡Dale!”
Comienzo a parafrasear la estampa que el uruguayo desarrollara de San Francisco de Asís, inspirado en los sucesos de 1219 cuando, en plena cruzada, el humilde fraile se propuso conversar con el sultán Al-Kamil. Todos pensaron que “estaba loco de remate” o que “era tonto de capirote” y nadie supo si fue por curiosidad o algún otro motivo que el líder musulmán lo recibió. “Durante un largo diálogo, Jesús y Mahoma no coincidieron. Pero se escucharon”, concluyó.
David, cristiano con fe y sin templo, baja la cara sonrojada y empieza a mover la cabeza de modo afirmativo mientras deja escapar una sonrisa infantil. “Es verdad”, le escucho. Segundos más tarde da la vuelta y va en busca de Ever que, infatigable, continúa entretenido entre mezclas y losas.
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