Me pidieron escribir una crónica sobre el Día del Estudiante. “¿Yo, pero si hace más de seis años salí de un aula?, pregunté. “En caso de que escriba tendrá que ser desde la remembranza” aclaré a la editora antes de aceptar el encargo, porque cuentas claras conservan relaciones y mis musas pudieran andar por un lado y las intenciones de esta publicación por otro. Aunque, he de decirlo, ellas casi siempre están en sintonía con Cubahora, una sintonía fácil, no a golpe de manotazos como aquellos que dábamos a los radios Selena para sacarles la voz.
Y aquí estoy sumando letras, reconstruyendo diecisiete años de estudio porque, aunque parezca raro para quien desde el más allá lee, en esta Isla muchísimos entramos a las aulas con seis años y no salimos de ellas hasta el cumpleaños 22 ó 23. O sea, cualquier podría armar una crónica con solo recordar el olor a libreta nueva, la mancha del grafiti sobre los dedos, la pañoleta casi siempre mal anudada, la torcedura de los tirantes de la saya de uniforme, la merienda que intercambiamos a la hora del receso, o los papelitos de Sí o No que recibimos o mandamos a quienes entonces fueron el amor de nuestras vidas, aquellas vidas que crecieron en pupitres.
Como estudiante tuve días memorables, algunos sufribles, pero la mayoría en calma porque como decíamos en mi época —esto va sonando a gente mayor—siempre fui “puntualita”, de las que tuvo en tiempo la tarea, el seminario, la tesis; de las que llegaba más temprano que el profesor; de las que sufría por tener que “portarse mal” y sumarse al grupo cuando decidían de vez en cuando fugarse en masa de las clases…
Si ahora tuviera que rescatar algún instante del engañoso olvido, salvaría el día que conocí a la profe Amarilis, aquella señora pequeña que me abrió todas las puertas al conocimiento; la mañana que me premiaron con el Beso de la Patria, aquel diploma que luego mi madre amenazaba con desaparecer de la pared cada vez que en el hogar no hacía lo debido; la tarde que me dejaron viajar sola de la escuela a la casa, entonces empezaba a sentirme “mayorcita”; la escuela al campo donde tuve mi primer encuentro cercano con un saco de papa, una letrina, una litera, una pandilla de ranas…
Luego vinieron los años del pre, días de hacer lo mejores amigos, esos que pasan ahora por hermanos, porque cuando nos agarraron los tiempos de escaseces en aquellas becas maltratadas compartimos tostadas de pan antes de dormir, nos ayudamos a cargar los cubos de agua desde el primer piso hasta el último, hacíamos fiesta cuando alguien se aparecía con una jaba cargada de comida porque era la salvación de todos, preparábamos los matutinos como si fueran obras dignas del mejor teatro, nos quedábamos dormidos cantando a Silvio, a Maná, a Sabina...
Hasta que llegó la Universidad y nos hicimos hombres, mujeres, gente grande, sabiendo entonces que nos quedaban solo cinco años dentro de aquel mundo irreal. Como en carrera maratónica corrimos todos hasta el día de la tesis de diploma, esas horas decisivas a las que muchos llegamos con ojeras y menos libras a causa del insomnio final. Todavía me recuerdo exponiendo mi investigación, mientras aguantaba la faja del pantalón que un mes atrás “la vieja” había armado en su máquina de coser.
Más tarde, cuando todo hubo acabado, cuando festejábamos tantos años de esfuerzo, cuando las notas de las tesis fueron archivadas en actas, no dimos cuenta de un vacío extraño. A partir de aquel momento no habrían más septiembres escolares, mochilas repletas, libros y libretas por forrar, autoestudios obligados, noches en el club de la Universidad para bailar casino, Días del Estudiante donde festejamos la suerte que no tuvieron aquellos muchachos en Praga a los que el fascismo asesinó o envió a campos de concentración por exigir lo merecido para su país en el sombrío año checoslovaco de 1939.
Por eso este lunes me suenan lejanos el timbre de la escuela, el cuchicheo de los alumnos, el chillido de las sillas, el coro de los buenos días... Esta mañana, como casi todas, volví a sentir calambre en el estómago al pasar frente a la Facultad de Comunicación. Volví a imaginarme llena de libros y asustada por el seminario del primer turno. De nuevo quise estar sentada en algún pupitre para inquietarme con el país que camino, sumarme a sus quehaceres, dolerme con sus achaques, revolucionarlo también, porque si no ¿qué otra cosa entraña ser estudiante en Cuba?
Diana
18/11/13 7:20
Ahh la etapa de estudiantes...bien me lo decia mi mama.."aprovecha q es una epoca unica"..y mucha razon q tuvo.
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