No siempre estuvo aquí, pero hay quien dice que, antes de estar, no éramos y que, sin ella, no hubiéramos sido lo que fuimos siendo. De cualquier forma, el azúcar en ningún sentido nos salió barato.
Aquellos vegueros de los que vagamente hablan ciertos libros de historia, campesinos con autonomía de —aunque siempre en conflicto con— los grandes terratenientes (aún no latifundistas) fueron desplazados hacia más allá de la presumible expansión de los cañaverales; “el que después estas tierras resultasen realmente buenas para el tabaco fue simple coincidencia”, nos dice Manuel Moreno Fraginals.
El azúcar llevó el genocidio de negros arrancados al África a niveles nunca antes vistos en Cuba. El azúcar de aquí fue cómplice de las desventuras haitianas luego de aquella revolución grande y radical por la que todavía hoy, por allá, se está pagando.
Sedienta de troncos para las calderas y de terrenos para su ganado y siembras, el azúcar arrasó los bosques de cuanto llano se le tropezase y arruinó las tierras de tanto clavarles y desclavarles las raíces de las cañas.
Colocó a Cuba en el mapa del mundo, ya comprobadamente redondo por entonces, y dio dinero, mucho, e influencias, muchas… pero para quién y a qué costo.
Somos, de cierto modo, hijos e hijas del azúcar, quizás por eso nuestra historia es, en parte, tan terrible y dolorosa.
El azúcar nos hizo y nos configuró. Nos dio hábitos, oficios, imaginarios, frases, cantos, llantos… nos moldeó el cuerpo y la mente.
Mientras nos hacía y nos configuraba, nos enseñó a quererla y nos obligó a necesitarla. Nos especializó en su arte, nos hizo mirarla con romanticismo y le ató los pies y las manos a nuestro destino, al tiempo que lo hacía dependiente del suyo.
Somos hijos e hijas del azúcar, madre compleja. Nos dio palacios y barracones. Nos dio danzón y rumba. Nos dio ron, aguardiente y melaza. Por darnos, nos dio ferrocarril e incluso dueños.
Nos dio un tátara tátara tátara abuelo esclavo y un tátara tátara tátara abuelo mayoral y un tátara tátara tátara abuelo colono.
Nos dio un bisabuelo carretero y una abuela ingeniera del banco de semillas del central. Nos dio vacas gordas, flacas y desbarrancadas.
Nos dio tiempo muerto, bagazo, saco por caja, casas con hollín en las paredes, pueblos con olores asquerosamente dulces, pueblos fantasmas, ciudades, guaraperas, chimeneas gigantes vomitando humo y chimeneas gigantes solas y silentes.
Somos hijos e hijas del azúcar, somos descendencia no menos compleja. Como pudo nos crió y como pudimos nos formamos y somos.
Somos hijos e hijas del azúcar. Con extraña y clara-oscura pasión: la odiamos, le exigimos, la extrañamos, la vendemos, la sembramos y hasta le prendemos fuego.
En una misma noche, podemos tener, con ella, sueños de encanto y pesadillas.
Juan Carlos
13/10/22 13:38
Mi niñez y mi juventud fue acompañada por un paradigma. "sin azúcar no hay país". y sí, cuando viajo a provincias siento una gran nostalgia por aquellos años de zafra y campos plenos de caña, por los viejos centrales que eran parte de nustras vidas, por aquellos amaneceres al pie del zurco tumbando caña y rezongando por lo duro de la faena. No hay azúcar... habrá país?
Términos y condiciones
Este sitio se reserva el derecho de la publicación de los comentarios. No se harán visibles aquellos que sean denigrantes, ofensivos, difamatorios, que estén fuera de contexto o atenten contra la dignidad de una persona o grupo social. Recomendamos brevedad en sus planteamientos.