Donald Trump podrá escribir en su twiter cualquier socarronería de pretendido elogio a lo acontecido al cierre de este abril en las conversaciones bilaterales entre Corea del Norte y del Sur, pero lo cierto es que ya la historia no puede ser cambiada.
Y es que a los sectores agresivos norteamericanos corresponde la mayoritaria e histórica responsabilidad por la división artificial de toda una nación lejana y ajena por casi setenta años, por la guerra fratricida que aun técnicamente no ha concluido, y por las peligrosas tensiones subsiguientes en aquella región del Lejano Oriente.
En otras palabras, si los 80 millones de coreanos han debido vivir en una patria cercenada, divididas las familias por angustiantes decenios, en medio de una cruento enfrentamiento armado en la década del cincuenta del pasado siglo, y entre riesgos multiplicados hasta el día de hoy, ha sido esencialmente por la empecinada intervención política y militar de la Casa Blanca en un territorio que se le antoja “vital” en sus aspiraciones hegemonistas.
Así las cosas, el estrechón de manos de este abril entre el líder norcoreano, Kim Jong-un, y el presidente sudcoreano, Moon Jae-in, el paso de ambos de un lado a otro del paralelo 38, sus sesiones de diálogo, y las medidas e intenciones que recoge la declaración final del encuentro, evidencian precisamente que quienes deben poner los muertos y la destrucción material en caso de un renovado conflicto, no desean calcar tan dura experiencia, y mucho menos cuando forman parte de una sola patria.
Por consiguiente, si algo puede salir mal, si aparecen severos obstáculos, y si el tiempo transcurre sin avances, no es de dudar que el factor limitante no tendrá otro cuño que aquel que reza Made in USA.
Y es que Pyongyang y Seúl no podían ser más amplios, explícitos, claros y directos en los objetivos mutuamente establecidos en la recién concluida Cumbre.
Según medios de prensa presentes en el cónclave, el programa bilateral de trabajo conjunto se resume en “lograr el cese cualquier acción hostil mutua; buscar la desnuclearización total de la península de Corea; reducir paulatinamente los arsenales de cada quien; adoptar medidas activas para cooperar con la comunidad internacional; firmar un tratado de paz para finalizar formalmente la Guerra de Corea; evitar enfrentamientos en el mar Amarillo; programar conversaciones militares de alto nivel en mayo próximo; lograr una mejora total y completa en el desarrollo de las relaciones mutuas; fomentar un futuro conjunto de prosperidad y reunificación; iniciar negociaciones en varios ámbitos y a diferentes niveles, incluidos los Estados Unidos y China; reiniciar los encuentros de familias separadas por la Guerra de 1950 a 1953; eliminar los medios de propaganda hostil en la frontera; y participar conjuntamente en eventos deportivos internacionales.”
Y si alguien quiere intentar dar crédito en este amplio proceso de distensión a la alharaca belicista extranjera como motor impulsor de una pretendida “llamada al orden” con relación a Pyongyang, vale repetir que sin dudas un factor clave en la concreción de tan rápidos y abiertos intercambios radica, aunque parezca paradójico, en la conversión del Norte en un país poseedor de un demoledor aparato defensivo a partir del desarrollo de armas nucleares y de sus portadores de medio y largo alcance, como firmes argumentos para parar en seco la histórica agresividad y encono de los sectores reaccionarios y belicistas norteamericanos.
Lo confirmaba el propio Kim Jong-ung en un razonamiento ya citado en comentarios anteriores sobre este sensible asunto, y en el que adujo que “un paso decisivo ha sido dado y consolidado en materia de defensa, y por tanto el país puede prescindir por el momento de nuevas pruebas de bombas atómicas y misiles portadores, desmantelar incluso instalaciones investigativas obsoletas en materia nuclear, y volcarse con mayor empeño en el desarrollo económico y social”…y ello implica paz, estabilidad, diálogo y espíritu constructivo.”
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