Y ciertamente, no pocos de quienes están hoy detrás de la desfiguración y la mentira sistemáticas sobre la Mayor de las Antillas —que han inundado las redes sociales en las últimas semanas— no son proclives ni mucho menos al diálogo respetuoso ni amantes de la crítica objetiva y constructiva. Odian la posibilidad de que los cubanos sensatos y patriotas, en su natural diversidad, converjan civilizadamente en la búsqueda de caminos y métodos más promisorios para el futuro del país y su gente. Aprovechan con insana fruición cada error, cada irresponsabilidad, cada dislate y cada insuficiencia naturales en un proceso de construcción política, económica y social, para envenenar los ánimos y promover disturbios y actos extremistas, como el ataque con artefactos incendiarios a la embajada cubana en París al cierre de este julio.
Quien les ampara y paga es, por cierto, un experto en la desestabilización y el uso sistemático del terror a escala universal. Y no hace falta dar mucha marcha atrás en la historia para comprobarlo. Ahí están, solo en los últimos tres decenios, su complicidad y apoyo a la “ingrata” Al Qaeda de Osama Bin Laden en el enfrentamiento al gobierno progresista de Afganistán y las tropas soviéticas que acudieron en su apoyo, y su inicial inclinación por los talibanes como “relevante grupo armado” para asegurar el control sobre aquella nación, ocupada después por tropas gringas a lo largo de las últimas dos décadas. O el ulterior fomento de otras muchas variantes terroristas para descalabrar Libia, hasta la “suprema” creación del grupo terrorista multinacional Estado Islámico contra Siria e Iraq en el reiterado empeño de atomizar a su favor toda Asia Central y Oriente Medio.
Una potencia que no dudó tampoco en mover a sus aliados fundamentalistas para destazar a Yugoslavia y difuminar la inseguridad y la violencia a las puertas de Rusia, China y muchos de sus vecinos sureños.
Las mismas autoridades que dieron carta abierta a la tortura masiva en sus ilegales “prisiones secretas” repartidas por todo el orbe, y que patrocina y ejecuta el asesinato selectivo de figuras no convenientes a sus planes e intereses, sean estadistas, jefes militares, líderes políticos, o simples e inocentes ciudadanos.
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En relación con Cuba, la fórmula ha sido la misma. Unos tres millares de cubanos fueron ultimados y una cifra similar recibió heridas y mutilaciones por actos terroristas patrocinados por los Estados Unidos desde el triunfo popular del primero de enero de 1959, a cuenta de los sucesivos planes de factura Made in USA para doblegar al país y reintegrarlo a su férula.
Y es evidente que lo que ahora se nos reserva por los poderes hegemonistas mediante un altisonante e injurioso alboroto mediático es, sin dudas, la repetición textual de los aciagos días de bombas en embajadas, oficinas comerciales y otras entidades cubanas radicadas en el exterior; estallido de artefactos explosivos e incendios de hoteles y centros de recreación; ametrallamiento de poblados costeros; voladura de buques mercantes en los puertos; asesinato, secuestro y desaparición física de funcionarios y diplomáticos de la Isla; o la destrucción y derribo en pleno vuelo de aviones civiles cubanos.
En pocas palabras, rememorar, reproducir, y si es posible ampliar, el bestiario anticubano que incluyó con harta preferencia en la lista de súper protegidos históricos de las autoridades gringas, hasta sus respectivos últimos respiros, al sádico Orlando Bosh y a su par, el torvo y sinuoso Luis Posada Carriles.
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