La pesadilla ha vuelto, y multiplicada. Aunque en realidad, para ser exactos, nunca dejó de existir.
Porque si los medios sesgaron los barullos de la Guerra Fría luego del descalabro de la Unión Soviética y el ex campo socialista europeo, los arsenales en el planeta, incluidos los atómicos, nunca disminuyeron, entre otras cosas porque son artilugios preferentes en la sempiterna política hegemonista del gran capital, u obligados medios disuasivos para pretendidos oponentes o potenciales víctimas.
Y miren si resulta cierto, que los niveles de conflictos bélicos actuales no tienen nada que envidiarle a los que precedieron la primera o la segunda guerras mundiales, y los Estados Unidos, tan dado a diseminar por el orbe su orden y fórmulas en cumplimiento de los designios divinos de ser “cabeza civilizadora” de la humanidad, posee hoy 240 000 efectivos militares con sus armas en 172 naciones, más otros 40 000 en “operaciones y locaciones secretas”.
No por gusto la Organización de Naciones Unidas se decidió desde 1978 a establecer una semana anual, cada mes de octubre, dedicada a promover acciones contra el armamentismo y la existencia de los arsenales atómicos.
Un esfuerzo que lamentablemente los más altos directivos del máximo organismo internacional han reconocido que hasta ahora carece de importantes progresos, y que —podemos añadir nosotros— no logrará avances mientras algunos consideren la fuerza y el chantaje bélico como los motores claves para imponer sus designios.
De hecho, Washington, el único que ha utilizado las armas nucleares contra otra nación, sigue a la cabeza de los máximos poseedores de esos artilugios de muerte con no menos de cuatro mil ojivas, que Donald Trump ha dicho recientemente deben multiplicarse por diez, y para apoyar esa idea elevó al presupuesto militar nacional para el próximo año a la astronómica cifra de 700 000 millones de dólares.
Por demás, y si bien muchos gobiernos del planeta se esfuerzan por dejar de lado las armas como opción en los vínculos globales, lo cierto es que las soluciones sesgadas no sobreviven la prueba del tiempo.
Y es que en el terreno de las armas atómicas, por ejemplo, la actual estructuración vigente en este asunto, frente a los llamados y hasta las exigencias a la no proliferación a secas, resultan asuntos controvertidos.
A nadie escapa que la posesión de artefactos nucleares ha sido y es, desde su surgimiento, privilegio de unos pocos, y vetar que otros los consigan sin tocar los ya existentes resulta una fórmula inequitativa y frágil.
En pocas palabras, si la no proliferación no se acompaña de la eliminación no haríamos otra cosa que perpetuar el dislate vigente hasta nuestros días, porque la gran franquicia y la amenaza no cesarían de una vez, motivando que algunos no estén dispuestos a acatar pasivamente el permanecer inermes ante el riesgo de desaparecer del mapa sin la posibilidad de una respuesta.
De manera que el embrollo es complejo y requiere de una “globalidad especial”: la que requiere, sí, que las armas de cualquier especie sean conculcadas, pero que a su vez cada quien aprenda a convivir diáfanamente con lo ajeno y a dirimir malentendidos y desacuerdos a través del diálogo responsable, serio y constructivo.
Eso sin desdorar todo esfuerzo que apunte a allanar los caminos, abra brechas y gane conciencias.
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