Aunque el asesinato del presidente haitiano Jovenel Moïse movilizó a las autoridades de la pequeña nación caribeña, que mantiene en prisión a más de 40 personas, al parecer el caso comienza a enfriarse y los autores de la fatídica acción realizada el 7 de julio siguen en el anonimato.
Este martes se conoció que la dirección central de la Policía Judicial de Haití trasladó a la Fiscalía los archivos de 120 páginas referentes al magnicidio, y con ese gesto cambian de mano las investigaciones realizadas hasta el momento.
La información apareció en la plataforma digital del periódico Haití 24, la que brinda una detallada explicación sobre los 44 detenidos —entre ellos 18 colombianos y cinco haitianos-estadounidenses— armamentos, dinero, y otros insumos capturados durante el acelerado proceso de indagación policial.
Apenas 24 horas después del magnicidio, realizado con alevosía, la policía abatió a supuestos implicados, detuvo a otros, buscó asesoría internacional rechazada por la población, y al final dejó algunos cabos sueltos sin solución.
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El periódico digital da cuenta que los documentos relacionados con el atentado del pasado 7 de julio, en el que resultó herida la esposa Martine, están ahora asentados en el registro fiscal del Tribunal de Primer Instancia bajo la tutela del decano Bernard Saint-Vil.
Estos trámites, que pueden considerarse normales, en Haití poseen otra connotación, pues en primer lugar la policía aún, según observadores, no agotó la línea indagatoria para determinar y apresar a quienes mandaron a matar a Moïse, miembro del partido derechista Ték Kale y sucesor de su amigo, el músico y exmandatario Michel Martelly, quien lo propuso al cargo.
En el actual contexto político haitiano, en el que la población reclama justicia aunque no estuviera de acuerdo con el procedimiento presidencial, las averiguaciones comienzan a menguar y los documentos referenciales están ahora en manos del juez Mathieu Chanlatte, para darle supuesta continuidad al proceso.
Para medios políticos haitianos Chanlatte da muestras de valentía, dadas las amenazas de muerte recibidas por otros jueces de paz, como Carl Henri Destin y Clément Noël, además de los dos secretarios judiciales que hicieron los primeros informes.
Ese pequeño grupo de personalidades jurídicas tiene su vida en peligro, pues es evidente que hay factores que quieren paralizar las conclusiones a que pudieran llegar la justicia, exigida además por los seguidores de Moïse, que incluso realizan movilizaciones a diario para exigir el castigo de los culpables y se proponen que salgan del país los estadounidenses llamados para esclarecer el asesinato.
Aunque en la práctica resultaba imposible pensar que la guardia presidencial no estuviera involucrada en el ataque, aun quedan algunas preguntas por resolver, como quién les ordenó retirarse de la residencia del mandatario en Pelerín número 5, en Puerto Príncipe, la capital, donde los sicarios aparecieron de improviso a las 13:00 (hora local).
Todavía están vigentes las órdenes de arresto por el fiscal capitalino Claude Bed´Ford, contra el líder del partido Tét Kale, Liné Blathazar, el ex primer ministro Paul Dennis y el empresario Samir Handall.
El escenario político haitiano es todavía confuso. Pocas horas después del asesinato, el canciller Claude Joseph asumió el cargo de primer ministro, para el que Möise había designado 48 horas antes a Ariel Henry, un neurocirujano de 71 años que no pudo asumir debido a los acontecimientos.
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Pero Henry exigió la renuncia de Joseph, que entregó el premierato en aras de normalizar la situación interna ante el vacío dejado por Moïse, quien había orientado la celebración de elecciones presidenciales el próximo 26 de septiembre, hasta ahora vigente.
El médico, además, recibió el espaldarazo inmediato del Core Group, integrado por embajadores de varios países en Haití, y los representantes de Naciones Unidas, Organización de Estados Americanos y la Unión Europea.
El atentado truncó los planes oficialistas, pero ningún experto en política haitiana se atreve a asegurar por qué deshacerse de una manera tan cruel del mandatario, si solo le quedaban dos meses en el poder, aunque nunca ocultó la posibilidad de una reelección. Y quizás eso definió su destino.
Ahora Henry, considerado una eminencia en su profesión, dirige un gobierno de facto, en tanto falta la figura presidencial, por lo cual es criticado por la dividida oposición sin candidato aún, a pesar de la cercanía de los comicios.
El supuesto mandante de la tragedia, que lo niega, es el médico de 63 años Cristian Emanuel Sanon, apresado en el Estado norteamericano de Florida el pasado 11 de julio, acusado de conspiración y contratación de los mercenarios colombianos.
Pero el abogado de Sanon, Stanley Gaston, declaró a periodistas que “el proceso judicial se compone de violaciones a los derechos de las personas”, al producirse detenciones “sin que haya habido ningún delito flagrante”.
También crea la duda sobre la presunta culpabilidad del acusado que tanto Henry como la viuda de Moïse afirmaran ante la prensa internacional que los responsables del magnicidio están aun en libertad.
La muerte de Moïse, al que algunos medios hegemónicos tratan de presentar ahora como un héroe, tiene los tintes de una gran conspiración en medio del drama que vive desde hace siglos la población haitiana, ahora estimada en poco más de 11 millones de personas.
En torno al magnicidio se mueven algunos actores protagónicos, entre ellos las clases dominantes locales y sus fracciones, las bandas armadas, el crimen políticamente organizado, el paramilitarismo y, muy en especial, Estados Unidos, eterno represor del pequeño país en el que ha intervenido militarme cinco veces acompañado, en ocasiones, por aliados occidentales.
Aunque es cierto que la comunidad internacional condenó en pleno el magnicidio, algunas fuentes políticas estiman que tampoco debía glorificarse al empresario y político envuelto en el caso de corrupción de Petrocaribe, con un robo de unos 4 000 000 de dólares, el neoliberalismo a ultranza con la venta a compañías estadounidense de las tierras fértiles del país expulsando a los campesinos, la ruptura del orden democrático, el alineamiento con Washington y la seguridad de opositores de que dirigía un cogobierno integrado por el narcotráfico y las bandas armadas.
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La última crisis haitiana que se prolonga hasta hoy antecede el vacío de poder existente ahora en el pequeño país insular del Caribe, que comparte la isla La Española con República Dominicana.
En julio de 2018 hubo una insurrección popular contra Moïse y su proyecto con el Fondo Monetario Internacional de eliminar los subsidios a los combustibles con el consiguiente aumento de sus derivados hasta en más de un 50 %.
La sublevación popular echó la medida por tierra y también al entonces primer ministro Jack Guy Lafontant.
Un año después, los sindicatos, el campesinado y la juventud de las periferias urbanas bloquearon la circulación de capitales y mercancías desde y hacia el país durante semanas.
Luego de ocupar la presidencia tras unos comicios considerados fraudulentos en 2015 y 2016, con apenas un 9 % del apoyo de votantes, el llamado “hombre banana”, por dedicar sus tierras a la siembra de ese producto, disolvió el Parlamento y gobernó por decreto, intervino los principales tribunales de justicia, formó varios gobiernos con distintos primeros ministros y alargó su mandato un año, el cual debía concluir dentro de dos meses.
Quizás lo que más enardeció a sus enemigos políticos fue la posibilidad de que se perpetuara en el poder sin darles una tajada. Moïse quiso transformar la Constitución Nacional de 1987 mediante referendo para, bajo su égida, permitir la venta de la nación a las trasnacionales norteamericanas y europeas.
El derechista mandatario tenía muchos enemigos entre la clase dominante y sus facciones, que lo acusaban de debilidad para estabilizar el país mediante la represión de las protestas. También permanecían varios conflictos antiguos, que tampoco resolvió, como el control de las aduanas, la provisión eléctrica, y la importación y contrabando de combustibles.
La gran pugna por el control de Haití no se da entre el oficialismo y la oposición política, sino por el conflicto de intereses de la oligarquía, muy molesta con el nuevo esquema oficialista que le daba a Moïse poderes casi absolutos. A ese proyecto se opusieron figuras de la gran burguesía criolla como Reginald Boulos, quien contribuyó a derrotar al gobierno popular del exsacerdote y presidente electo de manera democrática Jean-Bertrand Aristide.
Ante estas particulares circunstancias de la política haitiana, concentrada en el poder oligárquico, podría pensarse que son numerosos quienes deseaban apartar a Moïse del gobierno aun con medidas extremas.
El desempeño presidencial era imperdonable para esos grupos fascistoides a los que poco les importa la democracia y que son capaces de cualquier movimiento para mantener sus grandes privilegios económicos.
Analistas coinciden en que a pesar del odio de las élites contra Moïse y la pugna por el poder y de la eventual participación incluso de su partido en el magnicidio, no se hubiesen atrevido a tal accionar sin el visto bueno de Estados Unidos, considerado el rector de la política haitiana.
Ese es el panorama que presenta ahora la tierra de Toussaint-Louverture. Mientras unos se enriquecen a cualquier costo, el 60 % de la población haitiana vive en pobreza, azotada por la pandemia de la COVID-19 y la carencia de un eficiente sistema de salud, mientras la recesión económica latente desde hace tres años cerrará también en números rojos este 2021.
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