Va a ser muy difícil que, ciertamente, la política hegemonista de los Estados Unidos, algo así como una “conducta endémica y en sangre” del sistema gringo, se deshaga fácilmente de su tormentosa presencia en Medio Oriente y Asia Central.
Hay muchas razones, desde el viejo paradigma expansionista de que “quien posea Eurasia controla el Mundo”, hasta la protección enfermiza del estado sionista, el intentar “conjurar los avances ruso iraníes en Siria”, o el obstaculizar la nueva Ruta de la Seda que Beijing acomete de Este a Oeste en favor de un comercio amplio e inclusivo en aquellos ancestrales patios.
De ahí que el anuncio realizado en la Casa Blanca este julio por el presidente Joe Biden y el primer ministro iraquí, Mustafa al-Kazemi, acerca del retiro de las tropas estadounidenses (unos dos mil 500 efectivos) luego de dieciocho años de ocupación militar, no suene del todo convincente a los oídos de los observadores y analistas.
Con más razón cuando las especificaciones del tratado hablan con todas las letras de un “cambio de tarea” de las fuerzas gringas, del presunto “combate contra el terrorismo” ante un Estado Islámico que USA y sus socios crearon en sus planes de caotizar la región, a “labores” de entrenamiento y asistencia a sus pares locales.
Hay que recordar que en 2003, bajo la falacia de destruir las nunca aparecidas “armas de destrucción masiva” en poder de Sadam Hussein, el gobierno de George W. Bush ordenó la guerra total contra Bagdad, que ha llegado hasta nuestros días con un brutal saldo de muertes inocentes, destrucción, violencia extremista, y descoyuntamiento económico, social e institucional de Iraq.
Desde entonces, empresas norteamericanas han hecho pingües negocios en aquel país ocupado, y suman cinco mil los pretendidos “empleados norteamericanos de seguridad” (en realidad grupos mercenarios) desplegados en la nación y que no cuentan oficialmente como militares en servicio, por lo tanto se supone permanecerán en sus “trabajos particulares” luego de la entrada en vigor del acuerdo que motiva estas reflexiones.
De manera que, al decir de expertos, si la aceptación del retiro formal de tropas revela que en cierta medida Washington admite a regañadientes que sus largas, costosas y pretendidas “operaciones antiterroristas” nunca resolvieron ningún entuerto trascendente ni en Iraq ni en Afganistán, su real desvinculación total de aquella estratégica zona tiene mucho de tramoya y bastante de trampa y simulación.
Hay que apuntar que tanto el parlamento iraquí como el propio primer ministro Mustafa al-Kazemi han sido explícitos y reiterativos en considerar que los militares norteamericanos no tienen “nada que hacer” en el país, y que las fuerzas armadas nacionales pueden perfectamente cumplir las misiones antiterroristas que se requieran.
Es más, estiman que tales contingentes solo contribuyen a prolongar la inestabilidad interna, sobre todo luego de que Donald Trump ordenara el asesinato en Bagdad, en enero del 2020, del teniente general Qasen Soleimani, comandante de la Fuerza Quds del Cuerpo de Guardianes de la Revolución Islámica de Irán, e involucrado en la batalla local contra el Estado Islámico.
Por demás, en los últimos tiempos, los militares norteamericanos son blanco preferente de las denominadas Fuerzas Populares de Iraq, eficaz y generalizado cuerpo armado que con el uso de misiles y drones hostilizan permanente las bases y convoyes militares de USA, haciendo más difícil y riesgosa su presencia en el país.
De manera que el acuerdo de Washington que nos ocupa, según el criterio de no pocos analistas, resulta al menos un punto de partida en los esfuerzos de Iraq por zafarse de la impuesta presencia bélica gringa, aún cuando lograr esa meta requiera todavía de tiempo y de no pocas cuotas de exigencia y resistencia nacional.
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