Aunque todavía falta un año para las elecciones generales en Brasil, incluido el nuevo presidente y su vice, las fichas políticas comienzan a moverse en esta nación convulsionada por un gobierno desprestigiado por corrupción, de la que tampoco escapan otras figuras políticas de distintos partidos.
El actual presidente usurpador, Michel Temer, ganó su articulada maniobra contra la mandataria Dilma Rousseff con un golpe de estado aprobado por el Congreso Nacional, el gran empresariado, y el sistema judicial; pero, lo cierto es que ese individuo jamás recobrará legitimidad en el escenario político de la nación suramericana.
El descrédito en que ha caído Temer, cuyos socios capitalistas pagan a la Cámara de Diputados para que no avancen las denuncias en su contra y lleve adelante las medidas neoliberales para las cuales lo pusieron en el Planalto, también salpica a su Partido Movimiento Democrático Brasileño, el mayor en las bases, pero que nunca logró hacerse de la presidencia nacional. Por tanto, no constituye peligro en los próximos comicios para tan algo cargo, aunque sí el Partido tratará de posesionar gobernadores y alcaldes.
Sin una candidatura oficial, el ex presidente Luiz Inacio Lula da Silva retornó a los focos de la política, a pesar de estar condenado por corrupción a casi diez años de prisión y tener varias causas pendientes. Sin embargo, el ex obrero metalúrgico, fundador del Partido de los Trabajadores (PT) proclama su inocencia, en tanto la justicia carece de pruebas definitivas en su contra.
De ahí que sin declararse en campaña, Lula da Silva puso en práctica una estrategia para que el electorado vuelva a confiar en su persona, y así, si logra demostrar su inocencia, postularse entonces para el Palacio de Planalto, plaza que ocupó durante dos mandatos (2003-2010).
En las llamadas Caravanas de la Esperanza, primero visitó la región nordestina, la más pobre del país y donde posee un fuerte apoyo, pues allí los lugareños se beneficiaron de los programas sociales de los gobiernos petistas (Lula fue sustituido por Dilma Rousseff), y esta semana concluyó su gira por siete regiones de Minas Gerais, otro bastión de su partido.
El dirigente político trata con este retorno a las bases cumplir con una estrategia abandonada por el PT, que es el acercamiento al pueblo como termómetro de la situación nacional. La política elitista al más alto nivel hizo mucho daño al PT, que debió aliarse para formar gobierno con figuras como Temer, vicepresidente de Rousseff, y su peor enemigo.
Aunque Lula proclamó en el acto final en Minas Gerais que hay muchas cosas por cambiar en Brasil, también es verdad que durante sus dos mandatos, en momentos de gran bonanza económica, no tocó una pieza de la estructura capitalista y mantuvo intactos los resultados de la política neoliberal del expresidente Fernando Henrique Cardoso, del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), primero de izquierda y luego dio un giro a la derecha.
Todavía Da Silva tiene que resolver varios entuertos antes de proclamarse candidato, incluso aunque pruebe su inocencia en su supuesta relación con el escándalo financiero en la estatal Petrobrás a través de la firma Odebrecht.
Para convencer a los electores, deberá presentar un programa —que según él se va conformando en las conversaciones durante las caravanas— que desafíe las actuales estructuras de la economía más importante de América Latina pero que ahora exhibe la mayor desigualdad de la renta en América Latina.
Los programas sociales impulsados en las tres administraciones petistas lograron sacar de la miseria a más de 40 millones de personas, por ejemplo, con la “Bolsa Familia”, la cual estipula la entrega de 80 dólares mensuales a la familia con la obligación de enviar a los hijos a la escuela.
También se anotaron éxitos con el programa “Mi casa, mi vida”, destinados a los más vulnerables. “Más médicos” llevó a Brasil a galenos de varias nacionalidades, entre ellos un alto número de cubanos, a las zonas más apartadas del gigantesco país de ocho millones de km2 y más de 200 millones de ciudadanos.
Estudiosos de la realidad brasileña consideran que solo la instalación de una Asamblea Nacional Constituyente permitirá la creación de las bases de un nuevo país, lo cual, en estos momentos parece imposible, y tampoco nadie lo ha mencionado como propuesta.
Las cifras alcanzadas durante el período petista se deterioraron bajo el actual régimen, con una economía en bancarrota que Temer piensa mejorar despojándose de estratégicas empresas y la adopción de reformas laborales y pensiones. En dos años se han perdido casi 14 millones de puestos.
Para analistas llama la atención los partes que desde hace algunos meses dan como ganador en las presidenciales a Lula da Silva, teniendo en consideración que son millones los que piensan que debería ganar la presidencia una nueva dirección política con figuras salidas de los partidos alternativos y de izquierda, además de los movimientos populares.
Si bien el expresidente está acuñado como el político más popular de Brasil, también es cierto que un altísimo número de votantes, decepcionado, no le dará su visto bueno, ni a él ni a ninguno de los eventuales candidatos que han llevado a Brasil a ser uno de los países más corruptos del mundo.
Quizás las encuestadoras, muchas no confiables, quieran dar una imagen de ganador anticipado a Lula da Silva —lo indican con el 35 % de votos favorables, aun sin estar postulado— por lo cual, si los planes prosperan tendría que ir a segunda vuelta.
La realidad indica que en movilizaciones populares y declaraciones de sus líderes, “la clase política brasileña es rechazada por la opinión pública como nunca antes, ni siquiera durante la dictadura”, según el analista Eric Nepomuceno.
El PT tiene una estrategia bien definida: reconquistar a la población, reforzar sus bases y recuperar y fomentar otros programas sociales, pero sin que se vislumbren cambios de actitud respecto a los intereses de la oligarquía local.
En su contra, el líder petista tiene a la media brasileña, que en un alto porciento está en manos privadas y responde al capital, en especial la poderosa Oˈ Globo, que, sin duda, desplegará una guerra contra el regreso de Lula.
Para que vuelva a gobernar el PT, bien sea el exmandatario u otro dirigente de ese partido que se postule, tiene que demostrar, ante todo, que carece de vínculos con el escándalo de Petrobrás y otros desmanes. Además, y antes de pensar en un nuevo mandato, Lula debe comprender —él no tuvo problemas en sus dos mandatos— que no le conviene una guerra con la muy poderosa derecha brasileña. Por tanto, el partido no tiene muchos lados para donde mirar.
Hay otra figura que crece junto al electorado, y de manera preocupante: Jair Bolsonaro, un capitán retirado del Ejército, que defiende sin tapujos la dictadura que se impuso entre 1964 y 1985, además de la pena de muerte y la tortura “cuando se haga necesaria”. Es la expresión del militarismo brasileño y afirmó que si gana, en su gabinete habrá varios uniformados.
Nacido en 1955, Bolsonaro es diputado federal desde 1991 por Río de Janeiro. Ha transitado por varios partidos y amenaza con candidatearse por el Partido Ecológico, aunque milita en el Social Cristiano. Reconocido xenófobo, adoptó como figura política al presidente estadounidense Donald Trump, a quien considera “un ejemplo a seguir”.
Este extremista de derecha defiende la adquisición de armas en zonas rurales para que los propietarios se defiendan de las ocupaciones del Movimiento de los Trabajadores Sin Tierra. Presentó un proyecto de ley para castrar a los violadores y condenó públicamente la homosexualidad y los derechos de la comunidad LGTB, entre ellos el matrimonio igualitario.
Esas son apenas pequeñas muestras del pensamiento de un individuo que se coloca como segunda opción en las presidenciales, con 16 % de aprobación de la ciudadanía, según una encuesta de Datafolha.
Para analistas, Bolsonaro podría tener algún chance ante la población decepcionada por el partidismo tradicional y que ya parece se olvidó de lo que significa una dictadura militar.
Con tres hijos también dedicados a la política, se autoproclama como el hombre que va a sacar a Brasil de la corrupción y las lacras políticas, idea que cae como agua bendita en los oídos de un pueblo cuya ideología está en su mayoría basada en los mensajes de odio de medios hegemónicos, opuestos a cualquier plataforma de izquierda.
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