No es un secreto que Joe Biden llegó a la presidencia norteamericana en medio de un notorio escándalo electoral, y que fue el candidato de la cúpula demócrata frente a los aspirantes más liberales dentro del partido azul.
En pocas palabras, era la figura ideal para sus poderosos e influyentes impulsores, con la tarea de gobernar cuatro años, asegurar las simpatías públicas, y abrir el camino a otro político más joven en los próximos comicios presidenciales, donde tal vez el revanchista Donald Trump compita nuevamente por el máximo cargo.
Y todo ello ha ido condicionando los pasos del mandatario demócrata, que evidentemente está enredado en no desalentar a sus partidarios ni encabritar a los sectores conservadores que se le oponen, en un empeño que equivale a pretender hacer amigos a perros y gatos o intentar mezclar el aceite y el vinagre.
Para no pocos analistas, Joe Biden semeja, desde su toma de posesión, una suerte de material gastable sobre una piedra de esmeril, con escasas alternativas de quedar bien con Dios y con el diablo. No pocas de sus razonables propuestas electorales han sido incumplidas, distorsionadas o guardadas para días mejores con el afán de mostrarse como una figura pujante y radical frente a la impronta agresiva dejada por Trump y ganar adeptos entre los partidarios de aquel bando.
Pero a la vez que se afinca en ese empeño, sin dudas se resta en el apoyo de las bases demócratas que le dieron su consentimiento en las urnas, muchas de ellas por carencia de una alternativa mejor para sacar al magnate inmobiliario de la Casa Blanca luego de cuatro años de dislates y angustias.
Para algunos se trata de una táctica nada edificante, porque es evidente que, haga lo que haga, Biden no tiene futuro alguno entre los extremistas de derecha, y sería mucho más útil que procurara una mayor compactación demócrata y promoviese lazos más estrechos y constructivos con un amplio espectro partidista que no tuvo más remedio que seguirle.
Y es que, objetivamente, hay una realidad inobjetable: usted no puede debilitar ni dejar de lado su seguro apoyo por intentar ganar a quienes categóricamente le rechazan. Es un asunto de prioridades lógicas, porque al final se quedará sin unos y sin los otros.
Y las primeras encuestas sobre la popularidad en torno a la gestión del inquilino demócrata de la Casa Blanca no mienten. Se dice ya en alta voz que para Joe Biden llegó el final de la “luna de miel” en la Oficina Oval, y que su estira y encoge en el afán de contentar a unos y no enfurecer más a otros, le han hecho descender en reconocimiento público hasta ubicarse hoy en un cuarenta y seis por ciento de aceptación, cuatro puntos por debajo de los conteos de un mes atrás.
Los hechos, además, están ahí. Biden, por ejemplo no ha cumplido la promesa de reformular en positivo los vínculos con La Habana desechos por Donald Trump, y a pesar de no haber movido en un ápice el bloqueo económico y comercial recrudecido contra la Mayor de las Antillas e, incluso, enredarse en planes desestabilizadores y promover nuevas represalias, no logra cuajar el respaldo que al parecer espera de los sectores ultraconservadores de la mafia anticubana, que no cesan de cuestionarle y hurgar públicamente en sus contradicciones, dubitaciones y hasta en sus ocasionales desvaríos públicos.
Algo similar ha ocurrido por estos días con la chabacana retirada militar norteamericana de Afganistán y el inusitado avance talibán que terminó con la caída de Kabul, el descalabro del gobierno y el ejército nacionales, y la ocupación de buena parte de los arsenales dejados por los militares gringos en su salida.
Nadie entre los republicanos más o menos acérrimos se ha atrevido a recordar que el plan de marras fue instituido por Trump con los talibanes, y que un Biden a la caza de simpatizantes del otro lado de la cerca terminó por materializar en medio de un caos que permitió a los presuntos “complacidos” hablar pestes del presidente y de sus métodos de acción, más allá de si le asisten o no la razón y la decencia.
Por otro lado, nuevos tópicos se añaden a los nada edificantes juicios sobre la gestión de la administración, desde el aumento de los precios al consumidor y sus efectos inflacionarios, que “están llegando a su nivel más alto desde los días de la crisis de 2008”, según reporta la agencia AFP, hasta la alarmante multiplicación —informa ANSA— de los casos de la COVID-19 en el país a partir de las nuevas cepas y el relajamiento y hasta supresión de las medidas de protección, con tasas de al menos 500 muertos por día y la saturación de los servicios asistenciales en varias regiones de la Unión… un asunto, por cierto, que parece desaparecido del dominio público luego de haber sido llevado y traído como bandera electoral en la pasada contienda comicial Biden-Trump.
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