En el primer instante del cercano 27 de febrero, las palabras podrían sustituir a las balas en Siria, de concretarse con éxito la iniciativa de Moscú, secundada por Washington, de hacer un alto en las hostilidades que marcan la vida de esa nación mesoriental desde hace un sangriento quinquenio.
Según informaron simultáneamente Vladímir Putin y su par estadounidense Barak Obama, se trata de una hoja de ruta a la que deberán sumarse las partes contendientes antes de la fecha prevista para su entrada en vigor, con el previo compromiso de respetar y asumir las condicionantes que signan el documento.
Entre esas reglas estarían el fin de los enfrentamientos con el uso de cualquier dispositivo militar, las facilidades para la entrega de ayuda humanitaria a las víctimas y desplazados por la guerra, y la renuncia a todo avance castrenses en las áreas en litigio.
El acuerdo ruso-norteamericano no contempla cabida en semejante tregua para los titulados Estado Islámico; eI Frente Al Nusra, identificado como la facción siria de Al Qaeda; ni los restantes grupos tachados de terroristas por los documentos de la Organización de Naciones Unidas, ONU, relativos al conflicto.
En consecuencia, proseguirán sobre tales blancos los ataques aéreos de Rusia, de la colación que lidera los Estados Unidos, y de la Fuerza Aérea de Siria.
Según declaraciones del presidente Putin en su alocución sobre el posible cese del fuego, el documento constituye “una oportunidad real para frenar el derramamiento de sangre.”
Vale indicar que esta iniciativa surge en instantes en que permanecen en el limbo las conversaciones programadas para Ginebra sobre la paz en Siria, entre otras cosas, por la evidente falta de voluntad de la titulada “oposición moderada”, que al parecer se abstiene de acudir a la mesa de negociaciones con un panorama interno que favorece a las fuerzas militares de Damasco apoyadas por Rusia e Irán en su lucha contra el terrorismo del EI.
Por demás, y como un importante obstáculo a la tranquilidad que podría proporcionar una tregua, se alza la reciente invasión de tropas turcas a suelo sirio con el fin de atajar los avances de los combatientes kurdos que apoyan a Damasco en su lucha contra los extremistas islámicos, operación que Arabia Saudita pretende apuntalar con un posible envío de contingentes militares.
Acciones estas, además, que violan flagrantemente la soberanía de Siria y que tienen como impulsores a dos probados padrinos del brutal Estado Islámico, un ente que vio la luz con la primerísima aprobación del hegemonismo imperial, y la obsecuencia de sus despóticos aliados en Asia Central y Oriente Medio y del oportunista sionismo israelí.
En consecuencia, y lo hacen notar con insistencia muchos observadores, si bien parecería que en este instante existen concordancias entre Rusia y los Estados Unidos para intentar frenar la violencia en suelo sirio, lo más importante es determinar si, de una vez, las poderosas fuerzas externas y sus anuentes colaboradores, que cargan con la paternidad de la guerra, en realidad han dejado atrás sus originales aspiraciones de derrocar al gobierno legítimo del presidente Bashar el Assad, y de hacer de Siria otro ladrillo en el agresivo muro que se pretende tejer en las divisorias con Moscú y Beijing, considerados como los grandes oponentes globales por aquellos que sueñan con ejercer el absolutismo planetario.
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