A poco de cumplirse 10 años de la guerra desatada por países de la Organización del Atlántico Norte (OTAN) y aliados árabes contra el gobierno de Muamar Gadafi, a quien asesinaron, las perspectivas libias son confusas.
Los esfuerzos nacionales y de la comunidad internacional para restablecer lo que fue un país prominente en el norte de África, se desvanecen ante una realidad sociopolítica en la cual la cohesión requerida parece un objetivo quimérico o utópico.
A aquella guerra que desmontó a la Jamahiriya (Estado de las masas) sucedió la división de Libia en dos zonas de influencia o dos autoridades, una asentada en Trípoli –la capital- y otra en la oriental ciudad de Tobruk, ambas con capacidad significativa bélica y enfrentadas a ultranza.
Aunque las discrepancias continúan los trámites foráneos de mediación lograron cierta reducción de tensiones, pero estas no desaparecieron y a cada rato reviven, lo cual ilustra la persistencia de la lucha por el poder, que en este caso es la manipulación de su riqueza petrolera y el papel libio en los asuntos de seguridad.
Ese primer aspecto es evidente, por ejemplo, la producción de crudo se redujo en abril a cerca de un millón de barriles por día lo que significó 300 000 menos que los niveles anteriores y podría bajar aún más debido por problemas presupuestarios influenciados por el conflicto, según la Corporación Nacional del Petróleo.
Eso supone afectaciones para sus clientes: más del 85 por ciento de sus exportaciones del combustible va a Europa, cerca del 13 a Asia, el 32 a Italia, un 14 a Alemania, un 10 a China y Francia, y un cinco a Estados Unidos.
El país de la región del Magreb (poniente) está entre 20 grandes productores mundiales de petróleo y se ubica entre los primeros en África junto con Nigeria, Angola y Argelia. Entre 2020 y 2021 se calculó que Libia era el territorio de mayores reservas del hidrocarburo sin poder explotar en el continente.
Tales estadísticas confirman la magnitud del impacto del conflicto post-Gadafi en la economía nacional y en sus exportaciones, al margen de que facciones armadas participantes en la contienda llegaron a controlar terminales y radas dedicadas a embarques del crudo, así como las reducciones por eventualidades tecnológicas.
Desde el 2014 persistió una dualidad entre rivales de Trípoli y Tobruk, causante de la llamada segunda guerra civil libia que se extendió hasta el 2020 en un cuadro donde se destacó el mariscal Khalifa Haftar, comandando al autodenominado Ejército Nacional Libio (ELN).
Su contrincante el Gobierno de Acuerdo Nacional (GAN) estaba ubicado en la capital y fue refrendado por Naciones Unidas y ambos antagonistas recibían ayuda externa para sostener el conflicto, que fue cediendo el paso a una serie de intentos negociadores, el más ambicioso el del Foro de Diálogo Político Libio (FDPL), auspiciado por la ONU.
Los más recientes reajustes en las estructura política del país se concretaron en a partir del Foro, que sesionó en las afueras de la ciudad suiza de Ginebra y logró elegir un Gobierno de transición que podría llevar al país a elecciones el próximo 24 de diciembre, idea orientada a impulsar la conciliación nacional.
Sin embargo a la luz de los actuales acontecimientos esos comicios podrían posponerse en detrimento del proceso de avenencia previsto.
Luego de tanta excitación bélica las diversas fuerzas aún encontradas en el país magrebí no cesan en su empeño y el 3 de septiembre pasado hicieron sonar sus arsenales en el popular barrio capitalino de Salahedín, en lo que se calificó como el incidente armado más grave ocurrido en Libia tras un año del actual alto el fuego.
Los contrincantes fueron dos milicias de la localidad: la 44 Brigada y la Fuerza de Apoyo y Estabilización y en el choque se llegó a emplear artillería pasada.
Ese hecho expuso el nivel de inestabilidad en el escenario libio, donde también se registraron enfrentamientos similares en la occidental ciudad de Zawiya, un centro de operaciones de pandillas dedicadas al contrabando de armas, el tráfico ilegal de personas, combustible y alimentos, según el sitio digital swissinfo.ch.
El 1 de septiembre los cancilleres de Túnez, Egipto, Sudán, Níger, Chad y la República del Congo, y enviados especiales de los secretarios generales de la ONU, de la Liga Árabe y el Comisionado de la Unión Africana para Asuntos Políticos, se reunieron en la capital de Argelia para abordar la situación en la vecina Libia.
Ese persistente desequilibrio también preocupa a la Unión Europea que relaciona el desatino en ese país con una amenaza al sur del Mediterráneo en cuanto a seguridad continental, léase caos migratorio y transnacionalización del terrorismo, entre otros peligros.
Mientras el Viejo Continente cuida sus espaldas los Estados subsaharianos fronterizos con suelo libio sufren la expansión de un radicalismo de distorsionada filiación islámica potenciado por la guerra contra Gadafi en 2011, y hoy muy activo en la semidesértica franja del Sahel (el borde en idioma árabe).
Las consecuencias de aquel asalto que destruyó la Jamahiriya afectan aún la gestión de países suministradores de insumos estratégicos a Occidente, lo cual a la larga es como el retorno del bumerán, un arma rústica que tras lanzarse golpea al enemigo, pero puede regresar a su punto de origen.
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