Hay que darle la razón a Joe Biden, cuando a horas de tomada Kabul por los talibanes, se apresuró a afirmar que los Estados “Fallidos” de América no fue a suelo afgano veinte años atrás para construir un país, sino a cuidar de sus propios intereses.
Y si bien es impúdica, indecente y necia semejante justificación ante el alud de críticas que hoy le llueven de opositores, exsimpatizantes y hasta socios internacionales de correrías hegemonistas, Biden no hizo otra cosa que decir la verdad.
Una “exactitud” que hoy tiene que admitir el hecho de que, por pura conveniencia geopolítica, Washington creó junto a Al Qaeda el movimiento de los talibanes por la década de los noventa del pasado siglo como la “fuerza” que unificaría Afganistán luego del derrumbe del gobierno popular local apoyado por la Unión Soviética, y ante la desestabilizadora polarización interna establecida por puñados de señores de la guerra y líderes tribales, cada uno con sus propias ambiciones.
“Verdad” que no puede esconder las “excursiones” de “identificación con la realidad norteamericana” ofrecida a miembros de los talibanes en su época de apogeo militar para distraerse en Disneylandia o Hollywood, hasta el “fatal divorcio” cuando la Casa Blanca, ante la ineficacia de sus socios extremistas, les conminó a un diálogo con sus oponentes para compartir el poder afgano y solo ganó convertirse en blanco de los ofendidos Osama Bin Laden y de los “muchachos de las madrazas”.
Realidad, la que dijo Biden, que suma los sospechosos atentados del 11 de septiembre de 2001 y la conversión por el republicano George W. Bush de la prolongada “cruzada antiterrorista global” en el asidero para invadir Afganistán e Irak, arrollar a Libia, romperse la cabeza en Siria, y pretender sembrar el desbarajuste en Oriente Medio y Asia Central.
“Sinceridad” la del presidente gringo en funciones, que confirma que por encima de su “firme compromiso contra el terrorismo”, USA no pudo o no quiso eliminar del todo a los talibanes, siguió colaborando con todas las ramales regionales de Al Qaeda, y junto a su comparsa de aliados fundó el Estado Islámico como otro oportunista pivote para intentar hacerse firme en Asia Central y Oriente Medio, lo más cercano posible a las divisorias rusas y chinas.
En pocas palabras, un guion en nada comprometido con otro “país fallido” que soportó veinte años la ocupación militar extranjera y la malsana noria que permitió a contratistas gringos, empresas privadas de seguridad, oligopolios energéticos y mineros, y traficantes de opio, beneficiarse de los dos billones de dólares que ha costado al contribuyente norteamericano la “empresa afgana”, a lo que se añaden cerca de los dos millares de soldados gringos muertos en combate (según las matemáticas del Pentágono), y las decenas de miles de bajas locales, entre ellos infinidad de civiles inocentes calificadas administrativamente, a tono con lo que es ya costumbre en tales menesteres, como “víctimas colaterales”.
Una realidad que incorpora la connivencia oficial gringa con un depuesto gobierno nacional que no pocos observadores califican de altamente corrupto, y con un presidente que a la “hora de los mameyes” dejó atrás sus promesas de “resistencia hasta la muerte”, cargó un helicóptero de dólares en su huida al exterior, y debió dejar todavía otro vehículo lleno de billetes verdes en plena losa del aeropuerto porque ya no tenía donde embalarlos.
Verdad, la de Biden, que explica porqué un ejército entrenado y armado por Washington, pero carcomido por el compromiso de defender castas y altos cargos pútridos, prefirió mayoritariamente abrir paso a los talibanes sin disparar un solo tiro.
De manera que para originar semejante caos, semejante desmoralización, semejantes negocios sucios, llegó los Estados Unidos de América entre bombas a Afganistán en 2001, y se larga tan campante y despreocupado dos décadas después del estercolero que tan afanosamente fomentó.
Solo que este lance tiene dos caras, porque luego de la escaramuza externa ya se barrunta la gran tormenta interna, donde los ácidos críticos del demócrata empiezan a disparar sus primeras andanadas, incluido el pancista Donald Trump.
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