Es tiempo de elecciones presidenciales en los Estados Unidos y por estos días medio mundo está pendiente de los vaivenes para elegir los candidatos de los dos partidos que tradicionalmente han alternado en el gobierno de la primera potencia capitalista.
Por demás, es también la hora en que vuelven los mensajes de santificación del modelo democrático estadounidense, tan “perfecto y justo” según sus defensores, que no pocas veces en la historia se ha impuesto a pretendidos “díscolos e incapaces” ajenos incluso bajo el filo de las bayonetas y el tronar de las bombas.
Sin embargo, la realidad concreta es que en cuanto al tema democracia y participación ciudadana todavía nadie en este convulso universo puede decir la última palabra, y mucho menos una nación que no ha dejado atrás sus esenciales “defectos de fabricación”.
De hecho, los padres fundadores de los Estados Unidos, cuando proclamaron que el hombre tiene por designio divino la prerrogativa de ser libre y de ejercer esa independencia, consideraron solo como “hombres” a los blancos pudientes gestores de la revolución de las Trece Colonias, y dejaron atrás a los indígenas en cuyas tierras se asentaron no pocas veces mediante netas prácticas de exterminio, y a los cientos de miles de esclavos negros desgarrados de sus territorios naturales en Africa.
Tampoco el genérico “hombre” incluyó a los seres humanos femeninos, a pesar de su piel clara. La mujer norteamericana blanca tuvo que esperar hasta 1920 para, después de no pocas luchas y demandas, acceder finalmente a las urnas.
En el caso de la población negra, el derecho pleno a sufragar solo fue reconocido legalmente a la altura de 1965, hace exactamente 51 años, también como producto de las masivas, apaleadas y finalmente decisorias movilizaciones a favor de los derechos civiles.
Todavía en nuestros días, un estudio sobre el papel de los tribunales norteamericanos en la garantía del voto ciudadano reconoce que aún en no pocos estados de la Unión se dificulta el voto de los descendientes de africanos, de los iletrados, de los discapacitados, de personas sin recursos económicos, de los indígenas y de aquellos que no dominan adecuadamente el inglés, como es el caso de los hispanos.
Se citan así casos de no entrega de boletas, movimiento de listas de votantes para dificultar su asistencia a las urnas, solicitud exagerada de documentos de identificación, imposibilidad de ayuda a los incapacitados o a aquellos que tienen limitaciones con el idioma, e incluso el pago de un denominado “impuesto electoral”.
Otras incongruencias saltan a la vista. Los ciudadanos de Puerto Rico, que por ley se estiman también norteamericanos a consecuencia del statu colonial impuesto a esa Isla caribeña desde finales del siglo diecinueve, solo pueden ejercer el voto si están radicados en el espacio continental de los Estados Unidos.
Los residentes de la isla de Guam, en el Pacífico, también norteamericanos, y los de Islas Vírgenes, en el Caribe, en igual situación legal, tampoco tienen derecho a sufragar.
Guam pasó a control de los Estados Unidos en 1898 luego de la titulada Guerra Hispano-Cubana-Americana, y las Islas Vírgenes fueron compradas a Dinamarca en 1917.
Por añadidura, y bajo el peso de infinidad de factores, entre ellos el desencanto frente a la cansina maquinaria política tradicional, el abstencionismo en los Estados Unidos resulta un mal casi endémico.
Datos proporcionados por el Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral, con oficina regional en Costa Rica, indican que en las elecciones para el Congreso norteamericano realizadas entre los años 1948 y 2014, el mayor número de asistentes a las urnas fue de 63 por ciento de los ciudadanos con derecho al voto en 1960, y el índice más bajo correspondió precisamente a los comicios de 2014, con 32 por ciento de participación.
En el caso de las presidenciales, entre 1948 y 2012, las de mayor asistencia fueron las de 1964, con casi 62 por ciento de concurrencia, mientras que en once convocatorias la presencia en los colegios apenas superó el 50 por ciento de los inscritos.
En consecuencia, y tomando en cuenta que en este último caso el total de boletas debe dividirse entre dos contrincantes, no es un desliz concluir que desde hace 64 años, un presidente norteamericano resulta electo con la anuencia de más menos treinta por ciento de los votantes, en un país que ya suma unos 314 millones de habitantes.
¿Conclusiones? Siga el recurrente pedido semanal del espacio televisivo Pasaje a lo Desconocido.
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