Que a estas alturas de la historia veintidos millones de norteamerianos, es decir, nueve por ciento de la población de esa potencia, acojan y acepten las ideas y el discurso xenófobo, racista y discriminatrario con respecto a sus conciudadanos de otras razas y credos, es sin dudas un trágico récord.
Al menos, esas son las cifras sobre la extensión de semejante prejuicio que divulgó recientemente la ABC News a partir de una encuesta ejecutada en varios estados y ciudades de la Unión, a raíz de los brutales estallidos de violencia protagonizados por grupos supremacistas y neonazis en la localidad de Charlottesville días atrás, y de los cuales el presidente Donald Trump responsabilizó por igual a los extremistas y a aquellos que acudieron a expresar su rechazo.
Ello sin contar la “indignación” pública del ocupante de la Casa Blanca porque representantes de movimientos sociales víctimas de la discriminación han promovido el retiro de monumentos consagrados a figuras históricas locales ligadas a las tendencias racistas.
Pero más allá de lo anecdótico, lo que alarma, e incluso motivó una demanda de Naciones Unidas a la Casa Blanca, es que las autoridades centrales del país, empezando por el inquilino de la Oficina Oval, no sean capaces de enfrentar con decisión y a profundidad tan deleznables tendencias, que ahora se revelan en toda su extensión y alcance.
Lo cierto es que la propia historia de imposición del capitalismo en territorio estadounidense no ha sido otra que la del sometimiento de diferentes grupos humanos por aquellos “pioneros” elegidos por Dios para “liderar” y doblegar a una humanidad llena de débiles, inferiores, displicentes, ineptos y primitivos.
Ni aquellos fundadores que redactaron la propia declaración de independencia de los Estados Unidos y que promulgaron que el ciudadano debía ser libre por derecho, reconocieron para nada las prerrogativas y el carácter humano de indios, negros, asiáticos o hispanos.
En consecuencia, la potencia se forjó sobre profundos esquemas excluyentes y discriminatorios que llegan a nuestros días, y que han sido motores de no pocas tragedias y de largas y violentas luchas internas.
Ni siquiera la llamada guerra de secesión, que puso fin oficialmente al esclavismo, tuvo su real origen en el rescate de los derechos de los negros. Su fin era extender el capitalismo industrial a un Sur de plantaciones agrícolas negado a la exigencia de sustituir al trabajador cautivo por el asalariado.
Un devenir que dio origen a entidades tan brutales como el Ku Klux Klan y que persiste entre gente resentida que, aderezados sus prejuicios por otras ideologías más modernas de igual corte como el nazi fascismo, llega incluso a aborrecer el poder centralizado en Washington, glorificar su libre albedrío agresivo, proclamar un nación sin “seres de segunda” y hasta protagonizar sonados actos terroristas.
En pocas palabras, un expediente que tiene todos los ingredientes como para encumbrar criterios, posiciones y actos destinados a reducir, despreciar y violentar a otras personas en razón de su raza, credo, costumbres y modos de percibir el universo.
Libertad restringida solo a quienes cumplen los requisitos de los “designados” por la Providencia, y rechazo, palos y muerte a aquellos excluidos de tan sabia y soberana elección.
Y, ciertamente, todo indica que en el Washington oficial de hoy las inclinaciones en esta materia resultan propensas a dispensar el desboque y los excesos de tales individuos y organizaciones ultraconservadoras y extremistas.
De hecho, Trump enfrenta un importante rechazo interno que suma a representantes de todas las denominadas “minorías nacionales” y a diferentes segmentos confesionales que van desde musulmanes hasta entidades judías.
Un jefe de Estado que, al parecer, y a tono con su exaltado ego, ni siquiera tomó en cuenta la cercanía de los sangrietos sucesos de Charlottesville para decretar hace pocas horas el indulto de Joe Arpaio, exalguacil de Arizona, de 58 años de edad, y cincuenta dedicado abiertamente a perseguir, hostilizar y vapulear a la población hispana. Un ejemplo de “dedicado servidor de la nación”, según reza el correspondiente y elogioso argumento presidencial.
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