Han debido transcurrir más de dos décadas y moverse muchos pareceres para que finalmente la Unión Europea (UE) asumiera una posición racional y sabia con respecto a sus vínculos con La Habana.
Así, a partir de ese noviembre, e inicialmente con carácter provisional a la espera de la aprobación por los respectivos poderes legislativos de los firmantes, entró en vigor “el Acuerdo de Diálogo Político y Cooperación, firmado el 12 de diciembre del 2016, entre la Alta Representante para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad y vicepresidenta de la Comisión Europea, Federica Mogherini, y el ministro de Relaciones Exteriores de la República de Cuba, Bruno Rodríguez Parrilla”.
Según un comunicado oficial, con la implementación de este acuerdo, “las relaciones entre la Unión Europea y Cuba se desarrollarán, por primera vez, bajo un marco contractual que reafirma las bases de respeto, de observancia del derecho internacional y de los principios consagrados en la Carta de las Naciones Unidas”.
Además, precisan los textos, el pacto “debe contribuir a la consolidación de relaciones estables, respetuosas, mutuamente beneficiosas y a largo plazo”.
Para analistas, ahora los lazos entre Bruselas y La Habana alcanzan una mejor correspondencia con el nivel de los vínculos de Cuba con los Estados que integran el bloque comunitario, “los cuales han experimentado un avance significativo en los últimos años”.
De manera que, de alguna forma, al menos en el tema cubano, la Europa comunitaria rectifica una práctica que hizo juego por muchos años a las ácidas políticas oficiales norteamericanas contra la Mayor de las Antillas, y que dio crédito, como pretendidos “valores universales”, a subterfugios ideológicos y visiones distorsionadas en torno a una amplia variedad de temas sensibles a la dignidad y la soberanía nacionales de la isla.
Ciertamente, la concertación en 1966 de una injerencista llamada “Posición Común” de la UE hacia Cuba, bajo los auspicios del entonces presidente del gobierno español, el ultraderechista José María Aznar, agente notorio de las políticas agresivas de los Estados Unidos, complicó sobremanera el escenario bilateral hasta nuestros días.
Debe recordarse que fueron esta figurilla de la ultraderecha ibérica, junto a George W. Bush y el entonces primer ministro británico Anthony Blair, los que dieron luz verde a las guerras por la remodelación imperialista en Asia Central y Oriente Medio bajo el pretexto de “luchar contra el terrorismo”.
Por eso no deja de chocar que, al abordar este nuevo giro político entre la Habana y la Europa Comunitaria, todavía se lea en ciertos documentos que, sencillamente y a secas, “Cuba era el único país latinoamericano que no tenía suscrito un protocolo de diálogo político y cooperación con la UE”, como si tal omisión fuese producto del azar, el olvido o la dejadez, algo que ahora, cuando alguien cayó en cuenta, se ataja y rectifica.
Lo cierto es que en este cambio positivo han tenido mucho que ver, entre otros factores, la firmeza de Cuba en defensa de su autodeterminación e integridad, sus vínculos con el empresariado europeo que desbordaron muchas políticas oficiales, y el hecho de que, más recientemente, el gobierno de Barack Obama descongelase tensiones con La Habana.
Por su parte, la Unión Europea parece haber comprendido que los métodos usados con La Habana no fueron válidos ni eficaces, y que perder plazas en horas mundiales tan complicadas como las actuales no es una buena decisión (aun cuando en otros aspectos globales sus políticas y visiones todavía dejen mucho que desear), sobre todo cuando el nuevo jefe de la mayor potencia capitalista no le ha dedicado precisamente flores a sus aliados del Viejo Continente.
Por demás, mientras exista respeto a los derechos ajenos, Cuba no tiene reparos en cooperar y dialogar con quien lo desee… una alternativa que, sin dudas, sigue brindando los mejores y más limpios dividendos.
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