Nadie que seriamente pretenda interpretar la realidad global se atrevería a negar a estas alturas que la extensión del terrorismo en nuestros días y su conversión en una fatídica plaga a escala mundial, tiene buena parte de sus orígenes en el oportunista maridaje que las fuerzas hegemonistas han establecido con un extremismo de orden fanático y asesino.
Alianza cínica que ha pasado por alto el evidente hecho de que tales segmentos también acceden a semejante asociación en busca de materializar sus propios intereses con no menos carga de doblez, por lo tanto, sus acuerdos son tan volátiles, que en no pocas ocasiones llegan a arremeter contra aquellos que les auparon y financiaron.
De manera que, para no ir muy lejos en la historia, habría que admitir que si bien entidades brutales como Al Qaeda y el ahora Estado Islámico, EI, han golpeado y golpean a sus propios mentores y se extienden fuera de la geografía diseñada de antemano por estos últimos como “el radio de acción preferente” en busca de hacer valer sus torcidas doctrinas, el pecado original de semejante entuerto radica en la absurda idea hegemonista de reclutar, armar, entrenar y hacer fuertes a tales especímenes para intentar convertirlos en punta de lanza de sus aspiraciones pancistas y ambiciones desmedidas.
Así, Washington y sus aliados centroasiáticos crearon Al Qaeda para actuar en Afganistán contra el gobierno democrático local y las tropas soviéticas que acudieron en su apoyo, y luego la utilizaron en el desmembramiento yugoslavo, en fallidos intentos separatistas en Chechenia y el suroeste de China, en acciones desestabilizadoras contra varias repúblicas asiáticas exintegrantes de la URSS, en el desmonte violento de las autoridades libias, y en las pretensiones de desbancar al gobierno de Bashar el Assad, en Siria.
Una Al Qaeda que, junto a otras agrupaciones pagadas desde el exterior por similares fuentes, está en la génesis del actual Estado Islámico, empeñado evidentemente en sembrar la angustia y la muerte a escala planetaria a partir de sus ácidas concepciones fanáticas e intransigentes.
En consecuencia, si hubo miles de muertos en Nueva York el 11 de septiembre de 2001, y si desde entonces las víctimas inocentes se multiplicaron y multiplican como consecuencia de nuevas barbaries terroristas en París, Estambul o Yakarta, por solo citar las más recientes incursiones del EI en otras partes del orbe, una carga esencial de responsabilidad recae sobre los que dieron la mano a tales elementos y propiciaron el siniestro desborde de su aberrada línea de acción.
Y, ciertamente, no importa mucho que ahora hablen otra vez de “guerras antiterroristas” aquellos que -por ejemplo-en un año de ataques aéreos contra el EI nunca lograron reportar el menor resultado trascendente contra sus pretendidos blancos.
El mal está hecho desde hace mucho tiempo, y vale preguntarse seriamente si todavía existen aspirantes a pretendidos tronos globales que siguen considerando que la catadura de un pretendido “sirviente” o socio circunstancial no es trascendente cuando se trata de lograr escalar a la cúspide y descabezar a todo posible oponente.
Como apuntara en una ocasión uno de los titulados “tanques pensantes” de la política exterior norteamericana cuando se le preguntó sobre la alianza de Washington con Al Qaeda en Afganistán, “unos extremistas islámicos armados no tienen peso alguno si se trata de destruir a un contrincante estratégico como la fue la Unión Soviética.”
Más claro, ni el agua…
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