En sus días de campaña política, Donald Trump pudo haber tenido fases amables con respecto a Moscú. Hoy, presidente en funciones, no ha hecho otra cosa que asumir las posiciones más intolerantes y peligrosas con respecto a los vínculos con una de las primeras y principales potencias nucleares del orbe.
Es evidente que en la política exterior del actual equipo de gobierno norteamericano ha echado raíces profundas la idea cada vez más peregrina de que la contención del Kremlin y Beijing es una tarea prioritaria y fundamental si los Estados Unidos pretende convertirse en el monarca absoluto del planeta.
Así, abundan entonces en nuestros días las sanciones estadounidenses contra Rusia, la conformación de pretendidas “coaliciones internacionales” para aislarla y hostigarla, y la alocada y peligrosa práctica de afianzarse militarmente lo más cerca posible de las divisorias del gigante euroasiático.
Es el caso de Ucrania, que para los planes hegemonistas constituye un escalón esencial en la intención de sembrar la desestabilización en la propia frontera rusa.
Como se recuerda, las autoriades legítimas de Kiev fueron derrocadas por un pretendido “movimiento de masas” donde primaron los elementos locales de ultraderecha y los agentes de Occidente.
Entonces, no pocas regiones ucranianas, en especial Crimea y las más colindantes con Rusia, promovieron la independencia con respecto a los xenófobos que asaltaron el gobierno, lo que motivó la reincorporación de la estratégica peninsula al territorio ruso y largas acciones violentas en el Este del país.
Una situación impuesta desde el exterior que se ha pretendido tergiversar presentando al Kremlin como un usurpador y agresor contra quienes ilegalmente llegaron al gobierno en Kiev.
Desde entonces, la Ucrania derechista es considerada por Washington una punta de lanza preferencial, y por estos días, a tono con la agudización de la política hostil contra el incómodo vecino, el secretario norteamericano de defensa, James Mattis, prometió estudiar la entrega al gobierno del presidente Piort Poroshenko de “armamento letal” para “detener la agresión rusa”.
Se trata, en realidad, de incrementar la potencia destructiva de los envíos de material bélico que ya se vienen haciendo desde hace años al régimen ucraniano, en el empeño de poner fin a la resistencia de los separatistas del Este del país, en su mayoría de origen ruso.
Mattis dejó claro que, además, los Estados Unidos nunca aceptará la vuelta de Crimea a la geografía de Rusia, no importa que ese paso haya sido el producto de un referendo local que recibió el más amplio apoyo ciudadano.
Para Mattis es fundamental que Ucrania desarrolle sus fuerzas armadas, y que para ello reciba los arsenales “adecuados” para “defender su integridad frente a la amenaza que proviene de Moscú.”
Por si fuera poco, ya se anunció el envío a Europa de al menos tres bombarderos nucleares norteamericanos que tomarán parte en maniobras y ejercicios bélicos en varias naciones del Este europeo.
Los países que se prestarán a estos simulacros destinados a “perfeccionar la coordinación de los aliados frente a la amenaza del Kremlin”, son Gran Bretaña, Eslovaquia, Polonia y la República Checa, los cuales prestarán sus bases y aropuertos para que los aparatos estratégicos estadounidenses tomen parte activa en los nuevos juegos de guerra.
En pocas palabras, se trata de la redundancia del ciclo agresivo destinado a apretar el cerco hegemónico en torno a una nación que, luego del descalabro de una maltrecha experiencia socialista y de salvar un ulterior período destructivo conducido por apátridas y oportunistas, ha logrado remontar camino y recolocarse como uno de los poderosos puntales del multilateralismo a escala global.
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