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miércoles, 30 de octubre de 2024

Narise como nudo de cobbata

El barracón… tan terriblemente parecido estructuralmente a las cuarterías habaneras o, mejor dicho, estas a él. El barracón… donde la sensibilidad plástica hubo de ser reprimida, “cosas del demonio”, y trasmutado el fetiche de lo divino, con hipócrita complicidad del opresor...

Mario Ernesto Almeida Bacallao en Exclusivo 20/04/2022
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Rostro-Nicolás Guillén
El 19 de abril de 1930, veían la luz Motivos de son, del poeta Nicolás Guillén.

Decía don Fernando Ortiz que esta era una tierra marcada por las “continuas, radicales y constantes transmigraciones geográficas, económicas y sociales de los pobladores”. También insistía: “curioso fenómeno social este de Cuba, el de haber sido desde el siglo XVI igualmente invasoras, con la fuerza o a la fuerza, todas sus gentes y culturas, todas exógenas y todas desgarradas, con el trauma del desarraigo original y de su ruda transplantación a una cultura nueva de creaciones”.

Tanto el negro como el blanco vivió en Cuba siempre en desarraigo de la tierra cubana misma y en “perenne transitoriedad de propósitos”. “Hombres, economías, culturas y anhelos, todo aquí se sintió foráneo, provisional, cambiadizo, ‘aves de paso’ sobre el país, a su costa, a su contra y a su malgrado”, sentenciaba brusco don Fernando.

Pero no hubo gente más desgarrada que el negro, explicitaba Ortiz: “aglomerados como bestias en jaula, siempre en rabia impotente, siempre en ansia de fuga, de emancipación, de mudanza”. Y si los llamados “indios” habían sufrido en su tierra nativa, junto a sus familias y anhelando pasar al morir al lado invisible de su propio mundo, los negros sentían que, al dejar la vida, tendrían que volver a repasar el tristísimo viaje trasatlántico “para revivir allá en África con sus padres perdidos”.

No hubo para el negro y la negra más sensación que lo terrible desde que pusieron un pie descalzo sobre este archipiélago.

En los barracones acontecería otro tanto. Los barracones, perfectos antros de Babel, cárceles en las que la maquinaria esclavista introducía gentes de diversas lenguas y procedencias, negros, sí, pero con distintas culturas e idiomas que es lo mismo que decir incomunicados, con distintos grados de desarrollo social precedente, tan parecidos unos y otros entre sí como quizá podía serlo un indio de las tierras frías de Norteamérica y otro de las agobiantemente calurosas del istmo.

El barracón… tan terriblemente parecido estructuralmente a las cuarterías habaneras o, mejor dicho, estas a él. El barracón… donde la sensibilidad plástica hubo de ser reprimida, “cosas del demonio”, y trasmutado el fetiche de lo divino, con hipócrita complicidad del opresor, para ver en Santa Bárbara lo que Santa Bárbara no era y para convertir a Changó en algo también nuevo en cierta forma, algo diferente de lo que jamás había sido. “Al menos está armada y va de rojo”, habrán pensado. El barracón… donde lo único tolerado, ¡tolerado!, era cantar como negro y bailar como negro, y así el amo también se complacía, al cerciorarse que sus “trabajadores” yacían saludables para rendir al día siguiente. Por eso, decía Alejo Carpentier, el negro en Cuba pudo ser más músico y bailarín que escultor y pintor. “Transmutación de energías”, alegaba.

Y después la abolición de la esclavitud… como una estafa anunciada. Bien podían decirlo los negros de las pequeñas Antillas británicas, de esas pequeñas cárceles de plantación. Esos que años antes habían sido víctimas, nuevamente, del negocio redondo de los latifundistas. Un día les dijeron: eres libre y al otro se encontraron trabajando más que la semana anterior, más y por menos.

¿Qué hacer? Si no tengo adónde ir, dónde vivir, tierra que sembrar. ¿Qué hacer si ahora me pagan menos que cuando era formalmente esclavo y ya amo no tiene ni que damme ropa? Amo sacó muy bien la cuenta. Amo e ahora má rico y ta oggulloso de sé má humano.

En Cuba también fueron los grandes traicionados. Proclamada la libertad, muchos se trasladaron en masa a las ciudades, a seguir regalando su fuerza para comer, sin oportunidades de más, y otros continuaron medrando por los caminos de los montes, durmiendo a veces en los mismos barracones, cortando las mismas cañas que serían molidas por los mismos centrales y cuya azúcar, la misma, saldría del país hacia los mismos destinos, exactamente los mismos, y en los mismos barcos.

Pero la venganza del negro venía en camino desde hacía mucho. La venganza de “infestar” a este país hasta la médula, en tal grado, que la cultura cubana solo fue propiamente cubana, cubanamente universal, hasta que nuestra música de cámara incluyera los ritmos por años percutidos en el sucio barracón. Los que pretendían triunfar en París, “siempre París”, solo recibieron las palmas cuando la bandera cubana llegó bordada a un traje de rumba. Este país tuvo que reconocerse arrabalero ante el mundo para que el mundo le concediera un bono de existencia.

Solo por aquellos días, pudo ser publicado en Cuba, en los periódicos de los blancos, los versos de un poeta con “narise como nudo de cobbata” que, sabiendo hablar en blanco, quiso hablar en negro. El 19 de abril de 1930, veían la luz Motivos de son, de Nicolás Guillén.

***

Hay que tené boluntá

Mira si tú me conose,
que ya no tengo que hablá:
cuando pongo un ojo así
e que no hay na;
pero si lo pongo así,
tampoco hay na.

Empeña la plancha elétrica,
Pa podé sacá mi flú;
buca un reá,
buca un reá,
cómprate un paquete vela
poqque a la noche no hay lu.

¡Hay que tené voluntá,
que la salasión no e
pa toa al bida!


Camina, negra, y, no yore,
be p’ayá;
camina, y no yore, negra,
ben p’acá:
camina, negra, camina,
¡que hay que tené boluntá!


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Mario Ernesto Almeida Bacallao

Periodista y profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana


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