Hace muchos años, cuando era yo apenas un muchacho, pasaba por la calle un personaje que, sin que mediara una razón de peso, me daba pavor. Su sonido, a veces agudo en extremo, contrastaba con el misterio y el porte extravagante de su atuendo. Aquellas notas emitidas con una armónica traspasaban las cuadras y las puertas de las casas, despertaban a las personas, detenían la siesta de las tardes y hacían que varios salieran con cuanto implemento de filo se contaba en las viviendas. El amolador era de otro pueblo, nunca supe cual, pero eso era lo de menos. Los cuchillos, los pedazos de tijeras, la piedra que soltaba chispas y a veces hasta llamaradas…todo ese submundo representaba, para mi mente infantil, lo más parecido a la hiedra legendaria.
Los años pasaron y dejé de verlo. Las personas ya no usaban los cuchillos viejos y llenos de óxido, sino que compraban colecciones de vistosos filos cortantes en las tiendas en divisas. Las tijeras, único medio para el barbero por décadas, fueron sustituidas por máquinas de pelar eléctricas. En esa seudomodernidad de inicios de los años 2000 se fue perdiendo el sello legendario del amolador. Y, aunque a veces se mellaban los filos, nadie echaba de menos aquel pregón. Situaciones harto conocidas que vinieron después para todos, hicieron que nada en la casa fuera prescindible. Los cuchillos ya renegridos, se volvieron a utilizar, se les dio un sitio de preferencia, aunque ya no fueran hermosos. Para mi sorpresa, el amolador reapareció en el horizonte. La historia, en efecto, habla de este oficio como de algo que es propio de tiempos duros y de reciclaje. En la Edad Media, estos personajes andaban a pie con su piedra y llenos de filos y de repuestos de pinchos, clavos, pedazos de hierro. El espectáculo debió ser aún más impresionante. De aquellos hombres ambulantes descendía el uso de la armónica, incluso su abuso en términos de sonido y de desafinación.
Porque al amolador no le interesa el empaque, ni la imagen, ni las notas musicales; su deje al tocar el instrumento es el mismo, con una monotonía que falta a lo más elemental. Solo le interesa hacerse audible y atraer a las personas desesperadas porque sus filos dejaron de cortar. De alguna manera persiste un simbolismo bastante poderoso en la idea de un oficio que reaparece cuando todo se torna mellado, tosco, sin audacia y no queda de otra que seguir con los mismos cuchillos. Pareciera que el destino nos está diciendo que nunca seremos lo suficiente prósperos y que tarde o temprano volveremos a necesitar del humilde proceso de rehacer nuestro camino desde cero.
Aquel amolador de la infancia no era el mismo que los posteriores que conocí y, por supuesto, ya no siento ese terror inexplicable. La armónica, tocada con torpeza y de golpe, sigue como una exhalación de mal gusto, pero con su vigencia y total utilidad en un tiempo en el cual no podemos botar nada de casa. Ahora que he caminado por varias ciudades, lo he visto con su bicicleta desvencijada y los pedazos con filo, con las chispas cayendo en medio del pavimento y la armónica omnipresente. Pareciera el mismo espíritu reencarnado millones de veces. A diferencia del resto de los pregones, este es el único que se ha extendido por Hispanoamérica de tal manera que resulta inconfundible. Desde México hasta la Patagonia usted tiene la misma imagen, el sonido agudo, la persona que va con las chispas y los trozos contrahechos. Sí, la metáfora nos habla sobre un destino compartido por países y pueblos que, no obstante, no entendieron a tiempo la necesidad de ser un solo filo cortante.
En medio de la necesidad de los días y de las dificultades para cortar los alimentos (porque, en primer lugar, para que eso pase debemos disponer de ellos), el amolador representa un símbolo de resistencia. Gracias a los filos recobrados se pueden hacer más exactas las porciones de carne racionadas para cada día o se pelan las viandas con mayor cuidado, para que la cáscara no se lleve parte de la masa que vamos a comer. Es cierto que cuando era un niño no podía comprender las sutilezas de tal sobrevida, pero las cuestiones se tornan prácticas e incluso en el proceso se adquiere alguna poesía. Los amoladores encarnan el tiempo que se extiende ante nosotros y la música desafinada de las armónicas nos habla de la fuerza de los criollos.
¿Vamos a reconocer en las notas desafinadas una especie de neocanción patriótica? Sería quizás demasiado atrevido, pero lo cierto de estos días reside en gestos tan cotidianos como ese. El sonido de la armónica llena la tarde con todo el calor del verano. Los ventiladores están detenidos por la falta de fluido eléctrico y las personas, en sus portales, se abalanzan sobre el pregón salvador. Todo debe estar listo para cuando se disponga del pan, la carne o el pescado. Y los filos tendrán un puesto en primera fila, expectantes, protagonistas del suceso. El amolador es una especie de prefiguración del tiempo que se espera, de la esperanza que no ceja y de la vida que una vez se conoció y que ahora es dureza. Para eso sirven los símbolos, para que no olvidemos las realidades que representan.
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