Los mundos distópicos están de moda. The Giver, del director de cine australiano Phillip Noyce, habla sobre una sociedad donde los hombres se toman una pastillita para ser felices, y matan a los recién nacidos que no son lo suficientemente saludables. Como Her, de Spike Jones y como tantas otras, son filmes que muestran sociedades futuristas que, aunque se presentan a sí mismas como utópicas, paulatinamente se nos descubren como absolutamente disfuncionales, y recuerdan a las críticas que hacían George Orwell en 1984 y Aldous Huxley en Un mundo feliz.
Rascacielos(2015) se suma a esta corriente: un arquitecto (Jeremy Irons) decide construir cinco rascacielos en forma de dedos, como imitando la mano de Dios. En los pisos superiores vivirían, según su concepción del asunto, las clases altas, y en los inferiores, los de menos nivel adquisitivo.
Esta, la cuarta película del director inglés Ben Wheatley, se basa en una historia basada en una novela escrita en los años setenta por J. G. Ballard, un inglés que se hizo famoso por escribir distopías.
Porque al principio el edificio funciona, pero paulatinamente, de una manera solapada e inexplicable, va cayendo la depauperación sobre los personajes de la película. Empiezan todos impecablemente vestidos, de traje y corbata, y terminan arrastrándose por los suelos, llenos de sangre, comiéndose al único perro que aún estaba vivo.
No les estoy contando –error fatal para quienes escribimos sobre cine- la película. (Este es un pecado mortal que jamás cometería). Resulta que a Wheatley no le interesa que desconozcamos el final de la historia y su filme comienza por su final, para luego hacer una retrospectiva que muestra cómo se llegó a él.
Así que el espectador sabe, desde el mismísimo inicio, cómo termina la cinta. Luego se pasa el tiempo del metraje tratando de entender cómo se llegó ahí. Cuándo fue ese primer momento en que se perdió la civilización, el primer rasgo de barbarie que llevó a la violencia y al desparpajo. Pero no se puede. No hay un momento definido. Y el miedo entonces se extiende sobre la sala de cine. (O sobre la sala de tu casa, depende de donde hayas visionado la cinta). No estoy exagerando: la película provoca miedo. Un miedo contundente y fatídico, que dura horas. Inexplicable, como la cinta misma.
Luis Buñuel filmó en 1972 una de sus más aclamadas películas: El discreto encanto de la burguesía, una obra que mostraba la depauperación paulatina que acompaña al ser humano en cuanto se aleja de la civilización.
Esa misma intención de Buñuel está presente en Rascacielos, que entiende la fealdad humana como idea principal en toda la historia. Esta fealdad se subraya a partir de planos medio surrealistas, que recuerdan a Dalí e imponen una sensación de caos creciente en cada minuto en el filme.
Esto es, en sentido general, el monstruo ominoso que implica Rascacielos. Lo demás es Tom Hiddleston. Tom Hiddleston desnudo cogiendo sol. Tom Hiddleston duchándose vestido. Con la mitad de la cara pintada. Haciéndole el amor a una mujer con la mitad de un seno desnudo. Como si se tratara de romper la armonía por composición, por cohesividad, por anacronismo incluso.
Si usted es de los espectadores que desea comprender el porqué de cada acto, de cada personaje, me siento en el deber de aclararle que intentar entender este filme es como ponerse a ver crecer la hierba: podemos mirar atentamente y jamás sabríamos cuándo y cómo ha pasado. Rascacielos es explícito en su forma pero evade toda explicación de su contenido. A ratos recuerda, además, a El señor de las moscas y a Juez Dredd, pero en una versión más macabra. Da escalofríos.
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