PRIMER VISTAZO: ¡MIREN QUIÉN ES DIOS!
Ahí va la flotilla, cruzando el estrecho que después se llamará De los Vientos.
Al frente viaja el cacique Hatuey, quien, en una bolsa primitiva fabricada con los materiales que la palma le brindó, transporta desde Haití al dios que adoran los recién llegados quienes cabalgan en fabulosos animales de cuatro patas.
Cuando Hatuey y los suyos llegan, les explican a los taínos de este lado que los hombres venidos de donde sale el sol idolatran a un dios muy especial.
Y Hatuey les advierte: “¡Cuídense de ese dios! ¡Por él han sojuzgado a mi gente, por él han exterminado a los nuestros!”.
Entonces, desanudando su catauro de yagua, que enseguida vuelca, les muestra el Dios de los Blancos.
Sobre el arrecife de Maisí han rodado unas cuantas pepitas de oro.
SEGUNDO VISTAZO: EL RUSTÁN, UN PERSONAJE DE LEYENDA
José Policarpo Pineda, El Rustán, anda en boca de sus coterráneos guantanameros, como el héroe de una saga antigua, aun después de siglo y medio de muerto.
Intrépido mambí, se le recuerda como el más bravo de los coroneles que dieron aquellas comarcas.
Un ejemplo, para ilustrar la valentía provocadora de aquel coloso.
Cierta vez llegó El Rustán a un campamento donde se encontraban dos de los Maceo, hermanos de Antonio y de José.
Para enfurecerlos, dijo El Rustán: “Se acerca una columna española. Quisiera saber si hay por ahí un par de hermanitos, que dicen que son guapos, para que me acompañen a atacar a los panchos, nosotros solos”.
Regresaron los tres, llenos de tiros y sablazos, después de hacerles muchos muertos y prisioneros al enemigo.
TERCER VISTAZO: SALIR NUEVAMENTE DE CACERÍA
Quizás entre la nutrida tropa de bohemios que fueron los viejos trovadores cubanos, ninguno ejerció ese estilo de vida con la intensidad y la consecuencia con que lo hizo Sindo Garay.
Se iba a recorrer Cuba, sin un centavo, pues ya habría amigos que lo alojasen y nutriesen.
Una vez él visitaba mi natal Banes, y aceptó el convite de cenar en la casa de Don Carlos Linares, uno de los más conspicuos chivadores de la Villa de los Pinos. (Baste decir que Linares tenía en la sala de su casa el sarcófago que después habitaría. Mientras tanto, él y sus cofrades lo usaban como barra para apoyar los tragos).
Linares obsequia al invitado con un exquisito chilindrón, digno del más exigente gourmet.
Tras consumir un plato, Sindo le pregunta a Linares si habrá por ahí otro poco de esa maravilla.
Linares se rasca la cabeza y le dice al genial compositor: “Maestro… va a tener que esperar un poquito. Sí… a que cacemos otro gato.
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