Sí, tal como proclama el título: Otelo no era moro, ni estaba al servicio de Venecia, ni cosa que se le pareciese. Fue cubano, perteneciente a alguna familia pudiente de nuestros días coloniales.
Ya sé que habrá quien salte de su asiento, disparado como por un resorte, para decir que en 1604 el Cisne del Avon legó para todos los tiempos esa pieza magistral que narra la tragedia donde los celos provocan que el Moro de Venecia, enloquecido, ponga fin a la vida de la amada.
Pero yo sigo insistiendo en que Otelo fue cubano. Agrego: Desdémona también era compatriota nuestra, y el drama terrible tuvo a la comarca matancera como escenario.
Digo más: no se llamaba Otelo, sino Carlos. Ella, Desdémona, respondía por el nombre de Susana.
Nada tenía que ver el horrible suceso con su escenario, paradisíaco, del cual dejó dicho la viajera nórdica Fredrika Bremer:
“Oh, hubiera querido colocar aquí a una persona exhausta y amargada de la vida, a alguien que hubiera mirado en los abismos más sombríos de la existencia. Hubiera querido dejarla ver, respirar y recobrar ánimos y esperanza mediante estos símbolos expresivos de la riqueza y la gloria del Altísimo. Hubiera querido ponerla aquí y decirle: “¡Mira, todo esto es tuyo! Será tuyo un día, cuando tu peregrinaje a través del desierto acabe, y cuando hayas alcanzado la victoria”.
Sin dilatar más la muy verídica narración de los hechos, partamos en un recorrido por apolilladas, amarillentas páginas de un cronista que testifica lo ocurrido.
Cuentan estos quebradizos folios que un sábado del mes de abril, en 1819, hacía su entrada en Matanzas la diligencia proveniente de La Habana, con seis pasajeros, entre los cuales se encontraba el rico matrimonio de Don Carlos Martínez de la Barrera y Doña Susana Quintero de la Baeza, quienes estaban emparentados con varias de las principales familias matanceras.
Don Carlos —alto, nervioso, muy delgado— venía a residir con su mujer en una finca cercana a Matanzas para reponerse del mal horrible que, en aquella época en que ni se soñaba con los antibióticos, aterrorizaba a todo el que se considerase débil del pulmón.
Doña Susana, dulcísima mujer, muy enamorada de Carlos, sufría calladamente la tortura de los celos absurdos de su marido, quien sabiéndose tuberculoso se creía secretamente despreciado.
En un carruaje transitó el matrimonio por la calle Gelabert —que más tarde se llamaría Milanés— con rumbo a El Pocito, finca así nombrada porque en su entrada tenía un pozo de brocal.
Allí, entre los palmares y el revolotear de los tomeguines, pasaría su tiempo Don Carlos, si la tuberculosis le daba tiempo para ello.
No hicieron más que arribar a la finca y ya les presentaba sus respetos el más cercano vecino, un hombre joven llamado Alfredo, que residía a media legua de los recién llegados. Ahora estaban presentes todos los personajes para que se pusiese en escena el drama shakespereano.
Las visitas de Alfredo al matrimonio se hicieron casi cotidianas y Carlos, sin aparentarlo, enloquecía de celos. Miraba a su mujer con una rara mezcla de amor y de odio cuando ella reía alguna ocurrencia del joven vecino. Para su martirio, se convirtió en costumbre que Alfredo se quedase a cenar con el matrimonio.
Susana, sospechando la oculta tormenta, comenzó a permanecer la mayor parte del tiempo en su alcoba, bordando o leyendo.
Un día, por razones que no aclara el cronicón que nos guía, Carlos tuvo que viajar a Matanzas.
Esa noche Susana, insomne, se puso a pasear por los alrededores de la casa. Envuelta en un chal azul se sentó en el brocal del pozo que daba nombre a la estancia. De pronto, vio a un hombre frente a ella. Era Alfredo, que regresaba a su casa y que, al verla en el pocito, se había detenido.
Y entonces –oh infortunio-- llegó Carlos.
No hubo tiempo de explicar nada. Carlos, puñal en mano. Y la muerte que entró certera en dos cuerpos.
Alfredo, agonizante, juraría que jamás entre él y Susana había existido ninguna relación culpable, y que lo de aquella noche era fruto de la casualidad.
El cadáver de Alfredo apareció a la mañana siguiente, muy lejos de la finca El Pocito. Carlos mandó a cegar el pozo y a arrancar el brocal.
Nadie sabía del paradero de Susana, y Carlos nada explicó, hasta que se le vio abordar el vapor Neptuno, con rumbo a La Habana.
Y los guajiros del valle del Yumurí, según cuenta la tradición, comenzaron a ver por las noches a una bella mujer, envuelta en un chal azul, donde estuvo el pocito que Don Carlos Martínez de la Barrera hizo cegar en julio de 1819.
Tide
22/12/13 0:21
"¿Qué cómo fue señora...? Cómo son las cosas cuando son del alma..." Es el recuerdo más cercano que me trae su crónica, aunque no hubo machetes brillando, ni Alfredo quedó tendido sobre su guitarra...
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