¿Puede influir, sobre esta Gran Antilla, un hecho ocurrido en el lejanísimo otro lado del Atlántico? Pues claro que sí, y enseguida veremos --procedente de hace casi medio milenio-- una prueba al respecto.
Andan a la greña dos “segundos”: Felipe II de España y Enrique II de Francia.
En 1557, la Hispania y la Galia se enfrentan junto a la fortaleza de San Quintín, y los españoles derrotan aplastantemente a los franceses.
Diez mil galos yacen en el campo de batalla, y la nobleza más linajuda de la Francia queda muerta, herida o prisionera. Todo ha sucedido en el onomástico que celebran los Lorenzos, la festividad religiosa que recuerda al santo de ese nombre, diácono martirizado en Roma, bajo el imperio de Valeriano.
Un monasterio, como acción de gracias
Felipe II, quien no cabe en sí de gozo, ve en el resultado de la batalla contra los franceses una señal propicia. Y en acción de gracias emprende la construcción de San Lorenzo de El Escorial, monasterio y también panteón de reyes. El mismo monarca, quien anda enloquecido con el proyecto, se transmuta en diseñador y lo concibe como una parrilla, recordando que San Lorenzo murió asado. Ya edificarán aquella mole, a lo largo de veintidós años, los arquitectos Toledo, Herrera y Mora.
Cuando se complete, en su seno estarán incluidos un monasterio de la orden de los jerónimos, una gran iglesia basilical, un colegio, una copiosa biblioteca, un palacio real y el panteón de los reyes de España.
Pero, ¿de dónde saldrá el maderamen para la imponente edificación?
La madera cubana cruza el Atlántico
Sí, por todo lo grande el rey ha concebido aquel monasterio-panteón, El Escorial. Pero hay un punto no resuelto en el magno empeño. ¿Dónde obtener el enorme lote de maderas preciosas que la obra requiere?
Entonces, alguien recuerda que, décadas atrás, un fraile dominico sevillano —justiciero, problemático y boquiduro—, sí, Bartolomé de las Casas, comentaba que se podía pasear toda Cuba a la sombra de los árboles.
Ah, allá está Ariguanabo, en lengua indocubana “río del palmar”, que no por gusto será el Marquesado de Monte Hermoso, el verde paraje que el novelista Cirilo Villaverde iba a llamar “el jardín de Cuba”.
Y de allí partirán el ácana y la caoba, la majagua y el sabicú que todavía hoy se admiran incorruptibles en las mil cien ventanas de El Escorial.
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