El pueblo —ese mismo, el suyo, el mío— ha establecido una clara diferenciación en cuanto a la belleza de nuestras compatriotas.
¿Acaso tengo que explicar —a usted, amigo lector— la diferencia entre una mujer escultural, estatuaria y otra que el habla popular —muy cariñosamente— la califica de riquita?
Baste decir que Julia era una mulata que estaba riquita. Aquella risa… Y la dentadura que —si me disimulan el lugar común— era marfileña. La voz, como un canto. La tez, diseñada como para tentar a un anacoreta que se hubiera pasado veinte años empinando chiringas en el desierto. (No continúo, pues sé, a ciencia cierta, que el lector no es de piedra).
Un buen día, la noticia. “Julia se empató con Julián”, dio a conocer una vecina que debía tener cuidado al caminar, para no pisarse la lengua.
“Dígame usted, con ese haitiano que le lleva treinta años y que parece una doble uve puesta vertical”, rezongó otra, a quien siempre le noté un aliento a azufre y talante de bruja.
Tenían razón aquellas peritas en chismografía: el hecho era cierto.
A priori, todo bien. Julia aguardaba a su marido, cotidianamente, con ese alborozado desespero del cual sólo son capaces las mujeres enamoradas.
Pero Julián competía contra reloj. En sentido estricto. Eran almanaques que le iban cayendo arriba, con todas sus consecuencias.
Y empezó a ser la comidilla del lugar que ahora Julia sólo tenía ojos para un joven haitianito que, improvisado cantor, hacía menos aburridas las interminables veladas de aquel batey azucarero, olvidado hasta de un control y ayuda de Dios.
Aquí mismo me felicito de la inteligencia de mis lectores. Saben, a pie juntillas, lo que puede pasar. Lo que es más grave: pasó.
Un día en que Julián había partido a desyerbar en su conuco, se vio al joven trovador entrar al bohío de Julia. De inmediato, cierre de puestas y ventanas. (No pensar mal. Quizás requerían de tranquilidad para aprenderse el catecismo o se dedicaban a otra inocente actividad).
Lo cierto es que Julián había olvidado la lima y regresó a su hogar. En el despelote resultante, el haitianito sólo acertó a sepultarse —tal como su mamá lo trajo al mundo— en un barril de harina de Castilla.
Maniobra inútil. El viejo lo detectó y, machete en mano, interrogó al espectro, blanqueado por la harina:
—Y tú, ¿quién son?
—Yo son Pírito Santo-- contestó su interlocutor, ni corto ni perezoso.
—Si tú son Pírito Santo, ¿dónde tener ala?
Y aquí vino lo mejor, porque el haitianito, con el mayor desenfado, resolvió la cuestión contestando:
—Yo son Pírito Santo pichón ¡Ta pa plumá!
Conocida la anécdota, ¿hay que envidiarles algo a los personajes de El Decamerón?
No, en lo absoluto. Porque esas cosas también han pasado en esta tierra real-maravillosa.
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