Dice una ingenua tonada popular:
"Cuando Cristóbal Colón descubrió la Gran Antilla trajo un saco de semillas y regó la población".
Tamaña inexactitud. En realidad, cuando llegó el Gran Almirante de la Mar Océana, un domingo otoñal de 1492, ya desde siglos antes de nuestra era las comarcas de la actual provincia holguinera sabían de la presencia humana.
UNA TRADICIÓN
Entre los numerosos parajes holguineros de asentamiento indocubano, ocupa lugar descollante el correspondiente al cacicazgo de Baní. "Por acá, más que aldeas, existieron verdaderos pueblos aborígenes", me dijeron una vez los historiadores Iris Abad y Antonio Tope.
El porqué de tan copiosa presencia indígena pasa por la cocina. La región brindaba a sus habitantes sobradas posibilidades alimentarias: peces, moluscos, crustáceos, la suculenta jutía y el hoy extinto almiquí. La avifauna abundaba, en tanto que los carbohidratos redondeaban aquella dieta proteínica gracias al cultivo de la yuca, que convertían en pan casabe, por cierto, nuestro primer producto de exportación.
La alta densidad demográfica —posibilitada por la repleción estomacal— dejó copiosos restos de aquella civilización subtaína. Esto sentó las bases para una verdadera tradición municipal: en Banes ha sido casi un rito de pasaje, para todo adolescente, andar en trajines de arqueología.
El primer grupo de aficionados a la búsqueda de cacharrería indígena del cual se tiene noticia cierta, se remonta a 1929. En el transcurso de veinte años descubren unos sesenta poblados y visitan alrededor de doscientas cuevas.
En 1933 el potrero El Mango, en el barrio de Mulas, resulta noticia, cuando Dulce Baisi-Facci encuentra un relevante sitio. Los materiales recolectados son vendidos al Museo Montané, de la universidad habanera.
Banes presencia, en 1941, la primera excavación de tipo estratigráfica, y en 1945 se comprueban los contactos indohispánicos.
El más reciente y espectacular hallazgo ha tenido por escenario el Chorro de Maíta, cerca de Guardalavaca, donde en sólo 39 metros cuadrados se encontraron los restos de más de un centenar de individuos, incluido un europoide, enterrado desnudo.
UN GENOCIDIO
Tantas décadas de búsqueda —primero desorganizada y a veces predatoria, hoy científicamente dirigida— legaron a Banes un acervo arqueológico único en el archipiélago. Raspadores, ídolos de genitales exagerados, o, lo que es más sorprendente: diminutas ollitas de diámetros de pocos centímetros: fueron juguetes de las niñas subtaínas.
Testimonio mudo en cerámica o concha, en hueso o piedra, que nos recuerda a aquella cultura borrada de la faz de la tierra con saña digna de que ya se hubiese inventado la palabra genocidio.
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